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Channel: El poder del lenguaje – Laboratorio del Lenguaje
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Ante el enfermo oncológico, ¿mejor la verdad o la mentira? (y III)

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     En el capítulo IV de Diagnóstico cáncer, Mariam Suárez narra su estancia en un hospital de Durham (Carolina del Norte, EE.UU.) para someterse a un autotrasplante de médula ósea, y manifiesta su sorpresa ante la cruda sinceridad con que los profesionales sanitarios transmiten allí la información a sus pacientes. Para cada acto sanitario, incluso un simple pinchazo en una vena para extraer una muestra de sangre, le hacen firmar un formulario de consentimiento tras haberla informado de mil hipotéticas y pavorosas complicaciones, incluida la posibilidad de morir.

Esta es una de las grandes diferencias entre nuestra cultura y la norteamericana. En Estados Unidos, cuanto menos preguntes, mejor. En cuanto preguntas algo, aprovechan para darte una información general y absolutamente espeluznante. Se protegen de los imponderables, se blindan por si acaso pasa algo casi imposible, pero que, según su mentalidad y experiencia, pueda transformarse en una demanda. Esto lleva a una información que, desde nuestro punto de vista, y desgraciadamente para los enfermos, podría ser calificada como despiadada.

Desgraciadamente ese modo de dar información parece que se va imponiendo frente al que ha imperado en nuestra cultura hasta ahora. Es la concepción protestante contra la católica, el pragmatismo frente a la compasión. Entre nosotros, los hispanos, hay una tendencia a la misericordia, al perdón: si un médico se equivoca, lo perdonamos, porque al fin y al cabo es un ser humano, y errare humanum est. Pero entre los protestantes, los anglosajones, la cosa cambia: si alguien se equivoca, no se lo perdonan.

Existe también diferencia en el hecho de que los médicos nos informen o no. En este caso la distancia entre la información americana y la española es muy marcada. En Estados Unidos los médicos son partidarios —y de hecho, así lo hacen— de informar al paciente de todo lo que tiene desde el primer momento. Si al enfermo le quedan dos días de vida, se lo dicen a bocajarro, sin contemplaciones. Entre nosotros es distinto. O más bien habría que decir que era distinto. Porque lo malo es que vamos en todo hacia lo de ellos, miméticamente. Yo me he operado de todo en España sin firmar un solo papel, pero la última vez ya tuve que firmar lo del dichoso consentimiento informado.

     Leídas estas palabras tres lustros después de escritas, yo diría que Mariam Suárez no se equivocó demasiado en sus pronósticos. ¿Verdad que la situación hoy reinante en algunos de nuestros hospitales y centros de salud llega a parecerse mucho a la que ella encontró en Carolina del Norte en 1993?

     En fin, más, mucho más es lo que podemos encontrar en ese libro Diagnóstico cáncer, de lectura sumamente recomendable. Y cuya autora, por cierto, falleció el 7 de marzo de 2004, menos de un mes después de haber cumplido los 41 años.

Fernando A. Navarro


Las explicaciones biológicas en psiquiatría reducen la compasión

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Una lógica superficial sugiere que las explicaciones biológicas de los síntomas psiquiátricos deberían reducir culpabilidades y estigmas. “He nacido así, los genes heredados tienen la culpa de mi esquizofrenia”. Tal actitud debería además alentar los sentimientos de compasión.

En un estudio de la Universidad de Yale (Estados Unidos) que se publica en Proceedings of the National Academy of Sciences, un grupo de médicos leyó descripciones de pacientes cuyos síntomas se explicaban mediante datos genéticos y neurobiológicos o bien a través de experiencias de la infancia y circunstancias estresantes de su vida.

Los médicos expresaron menos empatía y compasión por el paciente en el primer caso.”Las explicaciones biológicas son como una espada de doble filo”, dice Matthew Lebowitz, autor principal del estudio. “Tienden a hacer que los pacientes parezcan menos censurables, pero el énfasis en la biología para explicar la psicopatología puede deshumanizar, al reducir a las personas a meros mecanismos biológicos”.

Las personas tienden además a ser más pesimistas terapéuticamente cuando los diagnósticos son sólo biológicos.

José Ramón Zárate

La guerra contra el cáncer debería desmilitarizarse

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Es habitual que cuando algún famoso desvela en los medios de comunicación que le han diagnosticado un tumor declare con pundonor que va a luchar hasta el final y vencer esa batalla. “El vocabulario militar impregna el discurso sobre la enfermedad”, escriben Richard Wassersug, de la Universidad de British Columbia, y David Hauser, de la Universidad de Michigan, en The Guardian; ambos estudian la psicología que rodea al cáncer. “Sin embargo, es cuestionable si considerar al cáncer como un enemigo externo logra algún beneficio para la salud; podría ser hasta perjudicial”.

Argumentan que puede desalentar del autocontrol –no fumar o comer menos carne roja: una fuerza hostil debe atacarse desde fuera. Y citan un estudio en el que se pidió a voluntarios qué comportamientos cambiarían para prevenir el cáncer. Algunos fueron expuestos a un lenguaje combativo y otros no. A un grupo se le preguntó: “¿Qué cosas haría para luchar contra el cáncer?”; y al otro: “¿Qué haría para reducir su riesgo de desarrollar cáncer?”. El primer grupo tuvo menos autocontrol en sus conductas preventivas.

Estas metáforas bélicas desaniman tanto a la prevención como a la curación. Si sólo se puede superar el cáncer luchando, significa que los que mueren no se han esforzado, han perdido la batalla, son unos cobardes, carecían de voluntad… “La actitud belicista añaden puede aceptar tratamientos más agresivos que a veces hacen poco para prolongar la vida y erosionan su calidad. Y los cuidados paliativos se pueden ver como una rendición, aunque por lo general contribuyen a mejorar la calidad de vida y a veces a prolongarla”.

José Ramón Zárate

Cáncer, poderosa palabra (I)

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   Aunque hay más de doscientos tipos de cáncer de muy variado grado de malignidad, y el pronóstico del cáncer no es ya ni de lejos lo sombrío que fue durante gran parte del siglo XX (en conjunto, la supervivencia a los 5 años es hoy superior al 50 %), el vocablo ‘cáncer’ sigue cargado de connotaciones negativas, hace temblar al más pintado y para gran parte de la población general es prácticamente sinónimo de muerte segura.

   Ante el diagnóstico de un cáncer, hay personas que no vuelven a trabajar; otras se desesperan; otras deciden volar a Houston en pos de las opciones asistenciales más caras que puedan encontrar, o piden a sus médicos el tratamiento quirúrgico más agresivo posible, o dan la espalda a la medicina científica para arrojarse en brazos de curanderos, homeópatas o los remedios alternativos más alucinantes que uno pueda imaginar. ¿Realmente una simple palabra puede condicionar nuestras elecciones terapéuticas?

   El grupo estadounidense de Zehra B. Omer lo ha demostrado científicamente en su estudio «Impact of ductal carcinoma in situ terminology on patient treatment preferences», publicado en la revista JAMA en octubre de 2013.

   Presentaron a 394 mujeres —todas ellas sanas y sin antecedentes de cáncer de mama— tres supuestos prácticamente idénticos de diagnóstico de un carcinoma ductal in situ con muy escasas probabilidades de malignización. La única diferencia entre los tres radicaba en el modo de explicar a las enfermas su dolencia: en el primero de ellos se describía como un «cáncer de mama no invasor»; en el segundo, como una «lesión mamaria», y en el tercero, como «células anormales». A continuación les preguntaban qué tratamiento preferirían: una intervención quirúrgica (con una probabilidad de morir por cáncer del 0,3 % en los diez próximos años, pero con una importante lista de complicaciones graves), un tratamiento farmacológico de por vida (con una probabilidad de morir por cáncer del 1,7 % en los diez próximos años, y los consiguientes efectos secundarios de la medicación) o una simple conducta expectante con mamografía semestral (con una probabilidad de morir por cáncer del 3 % en los diez próximos años, pero ningún efecto secundario). Los resultados fueron distintos en cada supuesto: pidieron operarse el 47 % de las mujeres que oyeron la palabra ‘cáncer’ en el diagnóstico, frente a solo un 34 % de las que oyeron ‘lesión’ y un 31 % de las que oyeron ‘células anormales’.

   Ante estudios así, no es de extrañar que en los Estados Unidos sean ya bastantes los oncólogos partidarios de restringir el uso de la palabra ‘cáncer’ y reservarla únicamente para las lesiones mortales de necesidad en ausencia de tratamiento. En el caso de los carcinomas in situ, preinvasores, de escasa agresividad o de lenta progresión, proponen llamarlos más bien indolentomas (a partir del adjetivo inglés indolent, que significa ‘inactivo’, ‘poco activo’ o ‘de escasa malignidad’).

Fernando A. Navarro

Cáncer, poderosa palabra (y II)

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   Decíamos la semana pasada que en los Estados Unidos son ya bastantes los oncólogos partidarios de restringir el uso de la palabra ‘cáncer’ y reservarla únicamente para las lesiones mortales de necesidad en ausencia de tratamiento. Dejarían de llamarse cáncer, pues, las formas in situ o preinvasoras, de escasa malignidad. Porque, opinan, el mero hecho de oír a su médico pronunciar la palabra ‘cáncer’ predispone a los pacientes a elegir opciones terapéuticas excesiva e innecesariamente agresivas.

   La propuesta puede entenderse quizás en los Estados Unidos, con un predominio claro de la sanidad privada y donde algunos médicos poco escrupulosos pueden verse tentados a influir en sus pacientes para que elijan opciones diagnósticas y terapéuticas más extremas, más radicales o con más frecuencia de lo aconsejado; más caras, en definitiva.

   En España, en cambio, donde el sistema sanitario no se guía primeramente por criterios económicos, y donde la sociedad en general sigue siendo mucho menos propensa que la estadounidense al uso de eufemismos, la oposición a una restricción del término ‘cáncer’ como la propuesta es prácticamente unánime. De hecho, en marzo de 2011 la Sociedad Española de Oncología Médica, la Federación de Asociaciones de Periodistas de España (FAPE), la Asociación Nacional de Informadores de Salud (ANIS) y diversas asociaciones de pacientes oncológicos lanzaron con motivo del Día Mundial del Cáncer una campaña conjunta bajo el lema: «Llamemos a las cosas por su nombre: no lo llames “una larga y penosa enfermedad”, llámalo cáncer». Médicos, psicólogos y enfermos están de acuerdo, pues. O eso, al menos, parece desprenderse de las declaraciones recabadas por Emilio de Benito para El País:

   Juan Jesús Cruz, presidente de la Sociedad Española de Oncología Médica (SEOM): «Un cáncer es un cáncer, sea una enfermedad o solo un susto.» «A lo mejor hay que informar poco a poco, no todo de golpe, igual que hay personas que no quieren saberlo y dicen que hables con su hijo. Pero lo comuniques como lo comuniques, y aunque la célula nunca vaya a evolucionar en metástasis, anatomopatológicamente es un cáncer. También hay que tener cuidado con una persona cuando le dices que ha tenido un infarto, y a nadie se le ocurre cambiarle el nombre.»

   Patrizia Bressanello, psicóloga de la Asociación Española contra el Cáncer (AECC): «Si se trata de un cáncer, hay que llamarlo cáncer. Cierto grado de alerta no es malo; puede hacer que aumente la adhesión a los tratamientos o el seguimiento de los controles o se esté más pendiente de la sintomatología.»

   Emilio Iglesia, presidente de Colon Europa España: «Entrar en la política de eufemismos me parece absurdo. Podrá haber un cáncer light; si es muy leve, en vez de un tumor maligno será “malignito”, pero es un cáncer.»

   Begoña Barragán, presidente del Grupo Español de Pacientes con Cáncer (Gepac): «Somos los primeros que queremos llamar a las cosas por su nombre. Hay que quitar carga negativa a la palabra cáncer, pero sin engañar. Por muy bueno que sea, un cáncer no se cura al cien por cien.» «Un hombre con un linfoma quiso denunciarnos porque en una campaña decíamos que eso era un cáncer. A él le habían tranquilizado cambiando la palabra, y cuando supo lo que era, se llevó un disgusto enorme. Pero no era culpa nuestra: el engañado era él.» «Lo que hay que hacer es explicarlo muy bien, decir: “es un cáncer, pero tiene muy buen pronóstico”.»

Fernando A. Navarro

Personas de edad y personas mayores

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   Como cada año desde 1991, las Naciones Unidas celebran hoy jueves, 1 de octubre, el Día Mundial de las Personas de Edad, que la Organización Mundial de la Salud prefiere llamar Día Mundial de las Personas Mayores y yo me pregunto si no deberíamos llamar más bien Día Mundial de los Ancianos.

   En todos los idiomas abundan los eufemismos para referirse a las personas que han cumplido ya los 65 años, pero no entiendo bien por qué. ¿Qué tiene de malo o de vergonzoso o de ocultable el hecho de haber cumplido muchos años y haber ido acumulando conocimientos, experiencias y vivencias?

   En nuestra lengua, por ejemplo, no me convencen nada —especialmente en los textos científicos— la mayoría de los eufemismos de moda: *las personas de edad* (¿de edad?, ¿de qué edad?, porque yo diría que todas las personas tenemos edad, desde los niños de pecho hasta los nonagenarios; en todo caso, habría que especificar por lo menos que se trata de «personas de edad avanzada», pues no es lo mismo la edad a secas que la edad avanzada), *los mayores* (¿mayores que quién?; para un niño, por ejemplo, «los mayores» son los padres y casi cualquiera que tenga más de veintipocos, y en una guardería «los mayores» tienen 4 años) y *la tercera edad* (empiezo a contar y a mí me salen más de tres edades: la lactancia, la niñez, la adolescencia, la juventud, la edad madura o adulta y la ancianidad, como mínimo).

   De las denominaciones tradicionales, es cierto que la palabra ‘viejo’ se ha cargado de connotaciones peyorativas en la sociedad actual, pero no veo motivos para rehuir el uso de anciano. Elevo desde aquí una petición a la Asamblea General de las Naciones Unidas: ¿no les parece que, al menos en español, convendría rebautizar el Día Mundial de las Personas de Edad como Día Mundial de los Ancianos?

Fernando A. Navarro

Percepción sesgada entre ‘gran avance’ y ‘mejora sustancial’

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En julio de 2012, la FDA estadounidense introdujo la designación breakthrough para fármacos que tratan una enfermedad grave y que pueden demostrar una mejora sustancial con respecto a las terapias existentes. En español, breakthrough se traduce como ‘gran avance’, ‘descubrimiento decisivo’, ‘invento importante’ o ‘hito’, connotaciones que también tiene en el habla coloquial de los angloparlantes. Pero, según un estudio en el penúltimo número de JAMA Internal Medicine, la percepción de la FDA y del público difieren.

El equipo de Tamar Krishnamurti, de la Universidad de Pittsburgh, reclutó a casi 600 personas a través de la plataforma Mechanical Turk de Amazon y les asignaron aleatoriamente a leer una de cinco breves descripciones de un medicamento recientemente aprobado para el cáncer de pulmón metastásico con la etiqueta de breakthrough. La primera describía datos básicos como el tamaño de la muestra, que la mitad de los pacientes había reducido sus tumores, que los efectos duraron siete meses y que hubo casos de diarrea, náuseas y vómitos; no usaba el término breakthrough. La segunda utilizaba estos hechos e incluía el término ‘prometedor’, mientras que la tercera usaba la palabra breakthrough. “Aunque breakthrough es una designación oficial que puede conducir a la aprobación acelerada de fármacos, ‘prometedor’ es sólo un descriptor que la FDA utiliza en la mitad de sus comunicados de prensa para medicamentos innovadores”, dice Krishnamurti. La cuarta viñeta aclaraba que la aprobación del fármaco puede estar supeditada a ensayos adicionales que confirmen su eficacia. Y la quinta cambiaba “puede estar supeditada a” por “depende de”. 

Los participantes juzgaron los beneficios del fármaco, daños y fuerza de la evidencia según la descripción que se les asignó. Mientras que solo el 11 por ciento de los que leyeron la primera calificaron el fármaco como muy eficaz, lo hicieron alrededor del 25 por ciento de los que vieron la descripción ‘prometedora’. Y sólo del 10 al 16 por ciento de los que leyeron la cuarta y quinta viñetas eran propensos a pensar que el fármaco era un gran avance, frente al 31 por ciento de los que leyeron breakthrough. “Dado que breakthrough es una designación oficial autorizada por el Congreso, la FDA la emplea para estos fármacos. Pero puede generar una confianza injustificada”, añade Krishnamurti. Y aconseja términos más sencillos que mitiguen posibles juicios erróneos asociados con estas designaciones rimbombantes.

José Ramón Zárate

Palabras tramposas

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   Muerte digna. Se habla de muerte digna a propósito de la que se mueve en los aledaños de la eutanasia o en la eutanasia misma como si se diera por sentado que otra muerte no lo es. ¿Es que no lo es la de quien (enfermo, o familia si éste no es dueño de sus actos) opta por otra lucha o la espera a un desenlace natural?

   Con el concepto de muerte digna se entra en el terreno del subterfugio, la manipulación o la apropiación de las palabras, frecuentes hoy, y no es baladí, ya que se altera el debate antes casi de comenzarlo. Estas variantes de trampas con las palabras implican una suerte de huida, de un lado, y de subversión, de otro. Hay poca posibilidad de entendimiento, salvo que todas las partes que participen en la conversación asuman esa trampa de antemano.

   Llamar muerte digna a la eutanasia obliga a buscar otra expresión para la que no la contempla. De algún modo, saca a la otra muerte del círculo blanco y limpio y exclusivo que envuelve a esa muerte que dignifica al sujeto. No es poco cuando se habla de algo tan serio.

   Muerte digna confunde. Porque no está claro si se refiere a la muerte en sí o a la capacidad del enfermo de elegir el momento de morir, pero haciéndolo dentro de unos límites sociales y morales que la alejen del suicidio.

   Y confunde por cuanto se suele recurrir a ella bajo referencias al dolor (concepto subjetivo y discutido por quienes sostienen que se puede controlar casi por completo en lo físico y aliviar en lo psicológico con cuidados paliativos) y alterada por la idea de compasión (sentimiento natural, humano, que no se puede evitar pero que tampoco ha de erigirse en base sobre la que plantear serios debates de calado que trascienden la anécdota).

   Lo digno es afrontar el diálogo sin animosidad ni prejuicios ideológicos. Lo digno es impulsar cuidados paliativos que eviten al enfermo el dolor y alivien el de la familia, para que cualquier decisión se tome con certeza y en libertad. Lo demás son palabras tramposas.

Francisco J. Fernández

Director de Diario Médico


Biografías científicas: ¿cuestión de perspectiva? (I)

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@Daurmith: «Voy a empezar a escribir biografías de científicos como si fueran mujeres».

Este breve tuit en mi cronograma, reenviado desde @lirondos, me llamó poderosamente la atención el pasado 27 de enero. Y me hizo pensar de inmediato en las premisas fundamentales del perspectivismo orteguiano: todo conocimiento está anclado siempre en un punto de vista, y en su esencia la realidad misma es perspectivística, multiforme. El propio Ortega y Gasset lo explica con un ejemplo muy sencillo en El tema de nuestro tiempo (1923):

Desde distintos puntos de vista, dos hombres miran el mismo paisaje. Sin embargo, no ven lo mismo. La distinta situación hace que el paisaje se organice ante ambos de distinta manera. Lo que para uno ocupa el primer término y acusa con vigor todos sus detalles, para el otro se halla en el último y queda oscuro y borroso. Además, como las cosas puestas unas detrás de otras se ocultan en todo o en parte, cada uno de ellos percibirá porciones del paisaje que al otro no llegan. ¿Tendría sentido que cada cual declarase falso el paisaje ajeno?

Según parece, el tuit de @Daurmith (Adela Torres, científica y escritora) brotó de su hartazgo al comprobar el trato que daba la prensa a la poeta Sarah Howe, ganadora del premio T. S. Eliot 2016. En lugar de comentar los méritos o deméritos de su obra, los críticos literarios se centraron en lo jovencísima y guapísima que era, o en su ascendencia china. Lo vemos constantemente en las entrevistas a grandes científicas contemporáneas, en las que no suele faltar una mención a la ropa que visten, al apoyo del marido, a lo monas que son o a lo bien que cocinan. ¿Cómo sonarían las biografías de los grandes científicos varones contadas desde esta perspectiva femenil? Dicho y hecho; ese mismo 27 de enero, @Daurmith trinó, en los límites estrictos de los 140 caracteres de Twitter, los siguientes titulares histórico-biográficos correspondientes a siete grandes de la ciencia moderna:

Nadie podía suponer que tras los enormes ojos y el frágil físico de Newton se escondía uno de los cerebros más prodigiosos del mundo.

Devoto esposo y padre, Darwin compaginaba sus deberes en el hogar con el estudio de las colecciones que trajera de sus viajes.

Pierre Curie, casado y padre de dos hijas, encontró tiempo para el amor y la familia durante su breve carrera científica.

Su carácter arisco hacía pensar que nunca conseguiría casarse. Aun así, Schrödinger terminó consiguiendo esposa y Nobel.

Libre y desinhibido, Feynman desafió las convenciones sociales de la época mientras investigaba. Su atractivo rompió corazones en USA.

Tenía el físico de un atleta y el rostro de un actor de cine; pero Oliver Sacks prefirió la ciencia al glamour.

Tímido y retraído, Carl Sagan venció sus miedos gracias al apoyo de su esposa y se convirtió en un gran divulgador.

Fernando A. Navarro

Continúa en: «Biografías científicas: ¿cuestión de perspectiva? (y II)»

La deidad de la biología se llama naturaleza

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El pasado 5 de enero, el equipo de Liu Ming-Jin y Xiong Cai-Hua, de la Universidad de Ciencia y Tecnología de Wuhan, en China, publicó en PLoS One un trabajo titulado “Las características biomecánicas de la coordinación de la mano para agarrar las actividades de la vida diaria”. Los autores exploraban con experimentos cinemáticos en treinta voluntarios la habilidad de la mano humana, con su compleja arquitectura de 19 articulaciones, 31 músculos y más de 25 grados de libertad biomecánica, en la ejecución de las diversas tareas diarias. Nada de particular a primera vista: un estudio biomecánico dirigido a mejorar la robótica médica. A continuación, sin embargo, añadían en el abstract que “el vínculo funcional indica que la biomecánica de la arquitectura entre los músculos y articulaciones es el diseño apropiado del Creador para llevar a cabo una multitud de tareas diarias […]. El diseño de una mano robótica multifuncional debería ser capaz de imitar mejor esta arquitectura básica”.

Según se informa en Nature, el estudio habría pasado desapercibido si el 2 de marzo James McInerney, evolucionista molecular en la Universidad británica de Manchester, no hubiera tuiteado el estudio subrayando ese “proper design by the Creator”, que se reiteraba en las conclusiones: “La coordinación de la mano sugiere el misterio de la invención del Creador”. De inmediato se produjo una reacción en cadena de tuits (etiquetas #Creatorgate y #HandofGod), blogs, artículos en revistas y decenas de comentarios, muchos de los cuales pedían la retirada del artículo y condenaban la desidia y el creacionismo de los revisores y editores de PLoS One.

Abrumada por la avalancha de críticas, la revista, bien conocida por haber inaugurado con éxito la corriente del acceso abierto, decidió el 4 de marzo retirar el artículo tras “evaluar su lenguaje, presentación y racionalidad científica, que no fueron adecuadamente analizados durante el proceso de revisión”. Bastantes comentarios amenazaban con abstenerse de colaborar en adelante con el grupo PLoS. “No hay nada malo con los datos por lo que puedo ver, pero los autores dan un salto sorprendente en el abstract y la conclusión”, escribió el biólogo y conocido ateo P. Z. Myers en su blog Pharyngula. Unos pocos se atrevieron a defender a la publicación: “Ningún proceso humano está libre de errores”, decía en Nature Marc Robinson-Rechavi, biólogo evolucionista de la Universidad suiza de Lausana y revisor de PLoS One. Y recordaba los patinazos de Science con la bacteria que prefiere el arsénico al fosforo o la memoria del agua que se tragó Nature.

En medio de la refriega, saltó la voz de los culpables:

Lo sentimos. Nuestro estudio (traducido del chino al inglés) no tiene ninguna relación con el creacionismo. El inglés no es nuestra lengua materna […]. Nuestra comprensión de la palabra Creador no es similar a la de un hablante inglés […]. Queríamos decir que la arquitectura biomecánica de la mano es el adecuado diseño de la naturaleza (resultado de la evolución). Nos disculpamos por cualquier problema que pueda haber causado este malentendido.

Andrew David Thaler, científico marino y bloguero en Southern Fried Science, escribió que el artículo no debería haberse retirado: “No es que vaya a cambiar ningún paradigma, pero científicamente es sólido. Pasar la revisión por pares no significa que un documento sea perfecto, sino que tiene fundamento científico”. Pero el linchamiento era imparable. Introducir al Creador era una herejía científica imperdonable, aun cuando fuera un equívoco lingüístico. En lugar de corregir esa inapropiada traducción se optó por la retirada ante el griterío de las redes sociales. En Complex Roots – Scientopia, un chino anónimo recordaba una frase aprendida en la escuela primaria de su país: “La maravillosa obra del Creador, que se utiliza para describir la belleza de la naturaleza”; y matizaba que un libro de texto censurado por el gobierno comunista chino es difícil que contenga un significado religioso. Y otro chino precisaba que el término zao wu zhe se traduce como “el que crea todas las cosas; se refiere a la naturaleza. Para Google Translator es difícil entender el antiguo lenguaje chino”.

A fin de cuentas, según comentaba Stephen David en PLoS One, el propio Darwin, al que muchos apelaban en este caso, dijo algo parecido en El origen de las especies:

Hay grandeza en esta concepción de la vida, según la cual sus diversas potencias fueron originalmente insufladas por el Creador en unas pocas formas o en una sola. Mientras el planeta gira de acuerdo con las leyes inmutables de la gravitación, de un origen tan simple han salido, y continúan saliendo, infinitas formas cada vez más hermosas y admirables.

José Ramón Zárate

Biografías científicas: ¿cuestión de perspectiva? (y II)

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Siguiendo la estela de @Daurmith, otros tuiteros se unieron al juego y nos obsequiaron con nanobiografías feminizadas de otros varones egregios de la ciencia y de la técnica:

@MFFArguelles: Luciendo traje de neopreno que resaltaba su esbelta figura, el comandante Cousteau dedicó su vida a limpiar los fondos oceánicos.

@fred_SSC: Pese a su despreocupación por el aspecto físico y sus pelajos, Einstein tuvo una carrera brillante y consiguió pareja.

@mami_meeple: Su incorregible tendencia al desorden, reprochada en el pasado por su madre, llevó a Alexander Fleming a su gran descubrimiento.

@osetepolar: A pesar de su reticencia a bajar al garaje, fue allí donde las manitas de Bill Gates crearon el primer ordenador para el hogar.

@MV3ga: Lavoisier era un talento extraordinario, bien guiado por su esposa. Pero su amor al lujo y las casacas bordadas fue un problema.

@RaulGanemos: Su afición por los guisantes, y no solo para cocinar, hizo de Mendel un pionero de la genética.

En el mismo sentido, pero fuera de Twitter y sin restricción de espacio (con la consiguiente merma de fuerza e intensidad), también Beatriz Serrano probó en BuzzFeed a escribir biografías breves de Albert Einstein, Alan Turing, Nikola Tesla y Santiago Ramón y Cajal como si hubieran sido mujeres.

Asistiendo a este divertido festival nanobiográfico con cambio de perspectiva, tuve la sensación de que la mayor parte de cuantos intervinieron en él deseaban en su fuero interno que las biografías femeninas pasasen a escribirse en adelante como si las biografiadas tuvieran cromosomas XY. Mientras que yo tengo justamente la sensación contraria.

No sé si será porque —como muchos traductores— tengo una sensibilidad y una mirada muy femeninas; pero si comparo, no sé, la Historia de mi labor científica de Ramón y Cajal con Quise lo que hice de Christiane Dosne Pasqualini (por poner dos ejemplos muy nuestros), me queda la incómoda sensación de que la autobiografía que más coja y descompensada está es claramente la masculina: una sucesión de trabajos publicados, de cargos, condecoraciones y distinciones, ¿es eso una vida?

Creo que los biógrafos futuros harían muy bien si, más allá de la humorada de Adela Torres, empezaran a escribir sus biografías equilibrando mejor las perspectivas que tradicionalmente hemos considerado masculinas y femeninas. Que en este, como en otros campos, la revolución feminista no será completa ni fructificará de lleno hasta que la sociedad entera empiece a apreciar —en hombres y mujeres por igual— las actitudes, virtudes, miradas y valores «femeninos» del mismo modo que durante milenios ha apreciado los «masculinos». También en la forma de narrar una vida, por de contado.

Fernando A. Navarro

Nombres proféticos que confieren longevidad

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Ya no basta con un genoma favorable o un estilo de vida saludable; ahora los padres han de poner cuidado en elegir los nombres de sus hijos, pues de ello dependerá su esperanza de vida, viene a decir un estudio de Lisa D. Cook, de la Universidad Estatal de Michigan, que se publica en el penúltimo número de Explorations in Economic History. Tras analizar los certificados de defunción de tres millones de afroamericanos entre 1802 y 1970, ha concluido que los que llevaban nombres históricamente distintivos como Elías, Abraham, Isaac o Moisés vivieron un año más, en promedio, que el resto. Llamarse Jamal, Tanisha o Lakisha, en cambio, puede conducir a discriminación racial, avisa. “Los nombres históricos en personas de color transmiten una gran ventaja: un año adicional en términos de mortalidad es notable”, se asombra Cook, con cinco generaciones de ministros baptistas en su familia.

Para no caer en el nominalismo barato y supersticioso, razona que los bautizados con estos nombres bíblicos pueden haberse beneficiado de un nivel educativo superior y de lazos familiares y sociales más fuertes, factores que como se sabe influyen en la longevidad.

José Ramón Zárate

La efímera vida del Tata Zica

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A comienzos de año, la multinacional india del automóvil Tata Motors se las prometía muy felices ante el inminente lanzamiento de su nuevo modelo de cinco puertas, que habían decidido bautizar Zica, por contracción de zippy car (de difícil traducción al español, pero que vendría a ser más o menos algo así como una mezcla de coche enérgico, animado, brioso, veloz y chispeante). Tenían previsto hacer su presentación mundial el 3 de febrero, en la Auto Expo 2016 de Nueva Delhi, precedida de semanas de campaña publicitaria con una enorme inversión, para la que contaron con la participación nada menos que del futbolista argentino Lionel Messi, quien, visitiendo equipación con los colores corporativos de Tata Motors, posaba orgulloso delante de un Zica.

Puedo imaginar bien el horror de los altos capitostes de Tata cuando, el 1 de febrero, con el Zica ya en capilla para su presentación mundial, la Organización Mundial de la Salud (OMS) declaró la emergencia de salud pública a escala mundial por la expansión de la infección por virus de Zika. La noticia debió de caerles como un jarro de agua fría, pues la India, con 1.600 millones de habitantes, es uno de los países más afectados por enfermedades transmitidas por mosquitos, y era seguro que la nueva epidemia de Zika, ya en los noticieros de todo el mundo, daría al traste con cualquier expectativa de éxito para un coche homónimo.

Los directivos de la compañía, no obstante, reaccionaron con celeridad: ya el mismo día 2 de febrero anunciaron que el nuevo coche se presentaría anónimo de modo provisional, y abrieron un concurso en línea para encontrarle nuevo nombre. Recibieron 37.000 sugerencias, entre las que seleccionaron tres finalistas: Civet, Adore y el nombre que finalmente resultó ganador, Tiago, aunciado el 22 de febrero. Justo a tiempo para su presentación internacional en el Salón del Automóvil de Ginebra 2016, el pasado 3 de marzo. Ya con nuevos carteles publicitarios prácticamente idénticos a los desechados solo un mes antes: el mismo fondo, el mismo Messi con idéntica pose e idéntica equipación, y el mismo coche también, pero con Tiago en lugar de Zica en la matrícula.


El nombre de modelo es un elemento publicitario fundamental, y no ha sido esta la primera vez que la industria automovilística asiste a un cambio de nombre. Son bien conocidos en el sector los casos del Chevrolet Nova, que en la Argentina se comercializó como Chevrolet Chevy entre 1969 y 1978, ante los temores de que los consumidores rechazaran un Nova, un coche que «no va», que no funciona. O el más chistoso aún del Mitsubishi Pajero, que desde su lanzamiento en 1982 hasta el presente ha venido comercializándose en todos los países de habla hispana (y también en los Estados Unidos) como Mitsubishi Montero. Porque entre nosotros nadie asociaría Pajero a un felino (el gato de los pajonales o Leopardus pajeros), como pretendían los japoneses, sino más bien con el nombre soez que damos a los onanistas compulsivos.

Fernando A. Navarro

¿Mejor ‘discapacidad’ o ‘capacidades diferentes’?

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Los paladines de la corrección política parecen convencidos de que, ante situaciones injustas, discriminatorias, ofensivas, ultrajantes o que simplemente no nos gustan, basta con cambiar el nombre que damos a las cosas para que todo lo desagradable desaparezca inmediatamente o empiece a desvanecerse. Cuando la realidad suele ser más bien que una mudanza de actitud, hacia una perspectiva más favorable, basta con frecuencia para despojar de sus connotaciones negativas o peyorativas a cualquier nombre; y sin esa mudanza previa, en cambio, cualquier nuevo nombre que escojamos —por hermoso que al principio nos suene— no tardará en cargarse nuevamente de las mismas connotaciones negativas que queríamos erradicar.

Lo vemos claramente en las ristras de eufemismos que vamos acuñando infructuosamente para realidades que la sociedad se empeña en seguir considerando negativas. Se dijo en tiempos, por ejemplo, que arbitrar ayudas y pensiones para los inválidos y mutilados de guerra era empresa loable, pero que ese nombre, inválidos, era insultante porque suponía considerarlos personas que no valían. Se consideraba entonces preferible sustituirlo por minusválidos, poco tiempo después ya cargado también de connotaciones peyorativas: ¿son acaso «menos válidos»? Fue entonces el momento del eufemismo político discapacitados (calco descarado del inglés disabled). Cuando este último se cargó también de connotaciones peyorativas, alguien debió fijarse en que la lengua inglesa no permite sustantivar adjetivos como disabled o handicapped para referirse a una persona concreta, sino que exige su uso junto a un sustantivo (por ejemplo, a disabled man para un discapacitado varón, a disabled woman para una discapacitada o a disabled person para un discapacitado sin consideración de sexo), y en ese momento los paladines de la corrección política pasaron a dictaminar que ‘discapacitado’ a secas era vejatorio por despersonalizante, y que lo fetén era hablar de personas con discapacidad. Como era de prever, tampoco ha pasado mucho tiempo hasta que el mismo término ‘discapacidad’ se ha cargado de connotaciones sociales peyorativas, y son cada vez más quienes propugnan abiertamente nuevos eufemismos políticos como personas con capacidades diferentes, personas con capacidades diversas, personas con diversidad funcional o personas con capacidades especiales; es decir, ya casi casi como si estuviéramos hablando de superhéroes o de unos X-Men con superpoderes. Con lo que, por otro lado, corremos el riesgo de ocultar o invisibilizar un dato importante: que los discapacitados, por el mero hecho de serlo, deben afrontar mayores dificultades para hacer efectivo su derecho a la participación plena, equitativa y eficaz en todos los ámbitos sociales, y precisan de especial apoyo social para lograrlo.

No me extrañó demasiado, pues, el comunicado que emitió el pasado mes de mayo el Comité Catalán de Representantes de Personas con Discapacidad (COCARMI)*. Expresaban en él su rechazo al término «personas con diversidad funcional» y pedían a las administraciones, entidades públicas y privadas y hablantes en general que dejaran de usarlo para referirse a las «personas con discapacidad». En palabras del presidente de COCARMI, Antonio Guillén, «el concepto de “personas con diversidad funcional” es ambiguo, invisibiliza al colectivo, y puede generar confusión e inseguridad jurídica. […] Corremos el riesgo de esconder una realidad a la que tenemos que enfrentarnos día a día en un entorno donde es fundamental trabajar por nuestros derechos». Hago mío el lema que ha acuñado el COCARMI, «No ens canviïs el nom, ajuda’ns a canviar la realitat», y propongo a todos empezar a llamar al pan ‘pan’ y al vino ‘vino’, ya se trate de discapacitados físicos o mentales, de enfermos agudos o crónicos, de ancianos o niños, de gordos o fumadores, de víctimas de la violencia machista o de suicidas. A ver si nos dejamos de una vez de cambiar o prohibir los nombres que nos disgustan y empezamos a cambiar la realidad por otra mejor.

Fernando A. Navarro

* ¿A nadie le extraña que este acrónimo COCARMI no corresponda a su desarrollo? Bueno, es que originalmente se llamaba Comité Catalán de Representantes de Minusválidos, pero hubo un momento en que eso de ‘Minusválidos’ se convirtió poco menos que en blasfemia políticamente incorrectísima, y hubo que cambiarlo. El COCARMI, por cierto, forma parte del Comité Español de Representantes de Personas con Discapacidad (CERMI), y ya se imaginará el lector inteligente de dónde viene esa MI final del acrónimo CERMI.

El reetiquetado de la psiquiatría ahuyenta menos a los pacientes

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Nathaniel P. Morris cuenta en el blog Mind de Scientific American que cuando le preguntan a qué se dedica prueba dos respuestas: si dice “soy un médico especializado en salud mental” la reacción es de fascinación, pero si elige “soy psiquiatra”, el interlocutor se incomoda y cambia de tema. La sensibilidad hacia la salud mental se ha afinado notablemente en las últimas décadas. Sin embargo, añade Morris, la psiquiatría sigue menospreciada. “Muchos no nos consideran médicos y ven los tratamientos psiquiátricos como pseudociencia en el mejor de los casos y perjudiciales en el peor. Incluso entre los profesionales de la salud es una de las especialidades menos respetadas”, y cada vez atrae menos a los estudiantes de medicina.

“Yo utilizo prácticas basadas en la evidencia para el cuidado de los pacientes: gestiono la abstinencia de alcohol, administro fármacos para la psicosis y evalúo el riesgo de suicidio. Sin embargo, mis amigos piensan que interpreto los sueños”. El reetiquetado de la especialidad como salud mental es una solución para cambiar la percepción pública. Morris cita el caso de Japón que renombró la esquizofrenia en 2002 como “trastorno de integración”. Estudios de seguimiento indican que esa reclasificación ha disminuido el estigma público contra tales pacientes.

La iniciativa ha cundido. Un equipo británico observó el año pasado que hablar de “trastorno bipolar” en lugar de “depresión maníaca” disminuye el miedo y la distancia social. En Taiwán, más del 80 por ciento de las clínicas de psiquiatría han tachado el término psiquiatría de sus letreros; los pacientes sienten menos vergüenza para acudir a las ahora clínicas mentales.

Por todo el mundo muchos departamentos de psiquiatría van rebautizándose como “de neurociencias” o “de salud del comportamiento”. Morris argumenta que un trastorno de salud mental es lo mismo que un trastorno psiquiátrico, pero parece más aceptable; y las unidades de salud mental suenan menos aterradoras que “pabellones psiquiátricos”. “Es ingenuo pensar que un cambio de nombre eliminará el deshonor de las enfermedades mentales, pero no hay que despreciar el poder del lenguaje; la a veces sórdida historia de la psiquiatría, con sus ataduras y lobotomías, aleja a los pacientes de los avances en salud mental. Psiquiatría significa curación de la psique, que se deriva de Psique, la diosa griega del alma. Es una idea romántica, pero no tratamos las almas de los pacientes; tratamos enfermedades diagnosticables del cerebro”.

José Ramón Zárate


Las palabras están vivas

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Si de la lectura de un solo libro cabe extraer una cantidad ingente de información sobre las palabras en él contenidas, ¿qué interesantes datos y conclusiones no sería capaz de extraer un lingüista si pudiese analizar toda la información contenida en un millón de libros? El principal escollo, hasta ahora, consistía en que una vida humana era demasiado corta para leer de corrido un millón de libros, no digamos ya para analizarlos con detalle. Las revoluciones informática, digital e internética, no obstante, acabaron con ese problema, y el equipo de Google Books ha digitalizado y subido a la nube no un millón, sino más de diez millones de libros, que representan un porcentaje nada despreciable de todos los libros publicados en la historia entera de la humanidad.

Esa descomunal base de datos puede consultarse gratuitamente, desde diciembre de 2010, a través de Google Ngram Viewer, un revolucionario buscador en línea que permite medir y comparar la frecuencia de aparición de una o más palabras, a lo largo del tiempo, en las principales bases de datos de Google Books, que abarcan más de cinco millones de libros publicados entre los años 1800 y 2008 en español, inglés, alemán, chino, francés, hebreo y ruso.

Un grupo de investigadores de la Universidad Harvard aplicó estos macrodatos al análisis pormenorizado de la lengua inglesa e inauguró así una nueva disciplina científica, la culturómica, cuyos artículos fundacionales se han publicado nada menos que en las revistas Science (2011) y Nature (2012). Entre sus principales conclusiones, algo que ya todos sospechábamos: las palabras habitan en un mundo competitivo, en el que tienen que luchar por su supervivencia contra sus sinónimos. Al igual que los seres vivos, las palabras nacen, se desarrollan, alcanzan su momento de esplendor, declinan y finalmente mueren o desaparecen de la lengua.

El buscador Ngram Viewer, en cualquier caso, no está restringido a los grandes grupos de investigación, sino que es de consulta abierta y gratuita; está, pues, al alcance de cualquiera. Y permite estudiar no solo la evolución de la lengua inglesa, sino también de la nuestra. Presento a continuación tres ejemplos concretos relativos al lenguaje médico:

a) Evolución comparativa de los términos sistema inmunitario, sistema inmune y sistema inmunológico en el período 1985-2008. La gráfica generada permite apreciar cómo ‘sistema inmunitario’ gana claramente posiciones en los últimos tiempos, lo cual es buena noticia, por tratarse de la forma más correcta.

b) Evolución comparativa de jaqueca y migraña en el período 1800-2008. La gráfica correspondiente pone de manifiesto, en los dos últimos decenios del siglo XX, un auge imparable del arcaísmo ‘migraña’ (reintroducido en nuestra lengua por influencia del inglés migraine), sobre el arabismo tradicional en español: ‘jaqueca’.

c) Evolución comparativa de tres adjetivos sinónimos (semejante, parecido y similar) a lo largo del siglo XX. Las curvas de Ngram Viewer permiten apreciar con claridad cómo ‘similar’ va aumentando de frecuencia en español a lo largo del siglo, hasta colocarse en primera posición a partir de 1970 (que es más o menos el momento en que el inglés supera al francés como primera lengua extranjera en España). No parece casual que en inglés solamente dispongan de un adjetivo con el sentido de ‘parecido’ o ‘semajante’: similar.

Fernando A. Navarro

La lepra

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La lepra es una enfermedad que endémicamente ha azotado a la humanidad a lo largo de toda la historia. Pero actualmente está considerada como uno de los males próximos a su desaparición gracias a los eficaces tratamientos utilizados contra el bacilo de Hansen y sus secuelas; el número de enfermos ha disminuido drásticamente y la infección lleva camino de convertirse en un recuerdo en la historia de la medicina arrumbado en el rincón de la patología exótica para las nuevas generaciones de médicos. Sin embargo, entre tantas enfermedades como existen, ninguna ha suscitado en torno a sí tal cúmulo de leyendas ni ha provocado tanta aprensión en la humanidad como la lepra. No es una enfermedad especialmente maligna ni peligrosa y habrá que preguntarse por qué entonces arrastra su mala fama. La primera respuesta estaría en que por manifestarse con signos muy visibles confiere al paciente un aspecto físico a veces repulsivo. Efectivamente, provoca más rechazo social una persona con bultos y úlceras en la piel que otra que quizá tenga corroídas las entrañas por un tumor canceroso pero que no se ve. En el siglo XIX y aun en parte del XX la enfermedad seguía considerándose como altamente contagiosa. Ya había desaparecido la idea del castigo divino o de la maldición, arrastrada sobre todo por los relatos bíblicos y de otras religiones, pero eso no mejoraba tampoco a los enfermos; la sociedad continuaba marginándolos. Su nombre, una sola palabra, sigue provocando en nuestros días un atávico rechazo en quien lo escucha; se ha sustituido en el vocabulario médico por el de enfermedad de Hansen que nada dice a los no enterados. Es muy curioso cómo otra enfermedad, ésta de aparición “moderna”, y todavía lejos del camino de su erradicación, el sida, que provocó durante un tiempo unos terrores en gran parte similares a los de la lepra, se ha “beneficiado” de la hipocresía que va unida a lo que se llama genéricamente “políticamente correcto” y que alcanza desde el lenguaje a los comportamientos sociales. A un paciente de esta última enfermedad se le mirará con conmiseración entre la sociedad no médica, mientras que un individuo etiquetado de leproso seguirá siendo apartado de esa misma sociedad con un mohín de repugnancia no disimulada.

José Ignacio de Arana

Efectos neurológicos de la buena escritura

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Todo lector curtido sabe que no sentimos lo mismo —¿verdad que no?— ante distintas figuras literarias. Un circunloquio, una prosopopeya, una aliteración, un oxímoron, una metáfora, una rima, un hipérbaton, una elipsis, una exclamación…; cada recurso expresivo que usamos al comunicar una idea, ya sea de forma hablada o por escrito, suscita en quien nos lee o nos escucha distintos sentimientos, reacciones e imágenes mentales.

Fueron bien conscientes de ello desde siempre quienes mejor han sabido servirse del lenguaje para alcanzar algún fin: novelistas, ensayistas, redactores y periodistas, sí, pero también el general que busca infundir valor en la tropa con su arenga, la política que quiere convencer a sus votantes con un discurso, el amante que ansía seducir a su amada con un poema, la publicista que nos hace desear el producto anunciado.

Hace ya unos años, un equipo del Centro Vasco de Cognición, Cerebro y Lenguaje, integrado por Nicola Molinaro, Manuel Carreiras y Jon Andoni Duñabeitia, llevó a cabo un estudio experimental para medir la capacidad de una figura literaria para generar actividad cerebral.

Para ello, generaron en español listas de parejas formadas por un mismo sustantivo combinado con distintos adjetivos para formar una expresión neutra (p. ej., «monstruo solitario»), una expresión anómala (p. ej., «monstruo geográfico»), un oxímoron (p. ej., «monstruo hermoso») y un pleonasmo (p. ej., «monstruo horrible»). A continuación, mostraron esas expresiones a dos grupos de mujeres de 18 a 31 años y midieron electroencefalográficamente su actividad cerebral mientras las procesaban.

Los resultados, publicados en 2012 en la revista Neuroimage Semantic combinatorial processing of non-anomalous expressions»; 59: 3488-3501), fueron claros: cuanto menos natural resulta una expresión, mayor actividad cerebral requiere para ser procesada. Especialmente llamativo fue el hecho de que con oxímoron y pleonasmos se midió al cabo de 550 ms una intensa actividad cerebral en el área frontal del hemisferio cerebral izquierdo, íntimamente relacionada con el lenguaje y que el ser humano tiene muy desarrollada en comparación con otras especies animales. El éxito de las figuras literarias, su eficacia retórica, radica en que atraen la atención de quien las escucha más que otras expresiones; se activa con ellas la zona frontal del cerebro y se emplean más recursos de lo habitual para procesarlas a nivel cerebral.

Fernando A. Navarro

El embrollo lingüístico del cambio climático (I)

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El cambio climático —sus causas, su alcance exacto, sus consecuencias probables, sus posibles soluciones— es un tema candente de nuestro tiempo que suscita pasiones, controversias, disputas y debates enconados. En gran parte porque con el batiburrillo terminológico actual no todo el mundo entiende bien lo que tratan de decir quienes tiene en frente; para empezar, en inglés, que es la lengua en la que básicamente se investiga y se debate sobre el cambio climático.

En sentido estricto, el término meteorológico climatic change (cambio climático) se aplica a cualquier variación estadísticamente significativa de las características climáticas durante un período superior a diez años, tanto por calentamiento (warming) como por enfriamiento (cooling), y sean cuales fueren sus causas. Cuando la comunidad científica fue consciente de que la actividad humana podía modificar las condiciones climáticas a escala planetaria, no obstante, en inglés acuñaron el término climate change (en español normalmente traducido también como ‘cambio climático’) para referirse al anthropogenic climatic change (cambio climático antropógeno), atribuible fundamentalmente a la actividad de los seres humanos. Por ejemplo, en referencia al anthropogenic global cooling que muchos científicos vaticinaban entre 1945 y 1975 (y que en la prensa se acortó a global cooling, ‘enfriamiento planetario’, pese al riesgo de confusión con otros global coolings anteriores de causas puramente naturales, como las glaciaciones); o también, desde 1975, en referencia al anthropogenic global warming que vivimos hoy (generalmente abreviado a global warming, pese al riesgo de confusión con otros global warmings o calentamientos planetarios anteriores de causas puramente naturales).

Una vez hecha la distinción entre climatic change y climate change, no obstante, en inglés no tardaron en confundirse ambos términos, y hoy no es raro encontrar climate change usado con el sentido de climatic change y viceversa. La mayor parte de los anglohablantes, además, usan hoy el término climate change como si fuera sinónimo estricto de global warming, y este a su vez como si fuera sinónimo estricto de anthropogenic global warming: ¡un verdadero lío! En español —donde nunca llegó a proponerse una distinción entre ‘cambio climático’ y ‘cambio del clima’, y desde el principio hemos llamado a todo ‘cambio climático’ por igual—, las confusiones entre ambos conceptos son constantes; y también entre estos y el término ‘calentamiento global’, claro. No digo ya si a todo ello añadimos que el hecho de traducir global warming como ‘calentamiento global’ (en lugar de ‘calentamiento mundial’, ‘calentamiento del planeta’ o ‘calentamiento atmosférico’) entraña un riesgo importante de confusión entre el inglés global (que hace referencia al planeta Tierra) y el sentido habitual de ‘global’ en español (esto es, lo que en inglés sería overall o total); o que en español perdemos un importante matiz de intensidad cuando hablamos de ‘caliente’ o ‘calentamiento’ tanto para hot como para warm.

Fernando A. Navarro

El embrollo lingüístico del cambio climático (y II)

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Una de las cosas que más exasperan a los paladines de la teoría del calentamiento planetario antropógeno es tener que dialogar con alguien que simplemente la ponga en duda. Les saca de sus casillas la mera existencia de personas que no compartan su convencimiento, y suelen utilizar para englobarlas los términos climate change denial o global warming denial (en español, «negacionismo del cambio climático [o del calentamiento global]»), que es un término no solo despectivo, sino también, según algunos, conscientemente manipulado, falaz y engañoso. No gusta nada, evidentemente, a los climate change deniers (negacionistas del cambio climático), y ello básicamente por tres motivos:

1. Para empezar, por su clara intención criminalizante, derivada de su vinculación conceptual con el negacionismo por antonomasia; esto es, el Holocaust denial o negacionismo del genocidio nazi de 1941-1945 (cuyos partidarios, a su vez, prefieren llamar «revisionismo histórico»).

2. En segundo lugar, porque la mayor parte de los mal llamados climate change deniers no niegan que exista un cambio climático, sino que este cambio climático sea antropógeno; esto es, que esté causado principalmente por la actividad de los seres humanos. Como veíamos la semana pasada, en la dilatada historia del planeta Tierra ha habido numerosos cambios climáticos constatados (tanto de calentamiento como de enfriamiento atmosféricos), y hasta ahora ninguno de ellos ha sido por causa humana.

3. Y en tercer lugar, porque ni siquiera niegan que la teoría del calentamiento global antropógeno pueda ser cierta, sino que tan solo la ponen en duda: consideran que no es un hecho científico demostrado, sino una mera teoría científica que precisa de más investigación antes de poder considerarse plenamente demostrada. Se sentirían más cómodos, pues, con designaciones como «escépticos ante el cambio climático antropógeno» o «dubitantes frente al calentamiento planetario de origen humano». Pero no lo van a conseguir, me temo; y si continúan entrando al debate —como hasta ahora— con la etiqueta de «negacionistas del cambio climático», estoy convencido de que lo tienen ya perdido de antemano. Es el poder inexorable del lenguaje.

Fernando A. Navarro

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