¿Es lo mismo llamar a una enfermedad por un nombre o por otro? Bien saben los pacientes que no. Lo explica de modo admirable el escritor uruguayo Mario Benedetti, asmático reconocido, en el pasaje que reproduzco a continuación, extraído de su cuento El fin de la disnea. Este cuento se publicó inicialmente en Méjico, en su libro recopilatorio La muerte y otras sorpresas (1968); pero hoy es más fácil encontrarlo en la edición de Cuentos completos que publicó Alfaguara en Madrid en 1996. Dice así Benedetti:
Durante varios años sufrí una suerte de discriminación. A partir de una fiebre tifoidea […], comencé a padecer primero asma nasal, luego disnea. Sin embargo, el médico de la familia se obstinó en diagnosticar: fenómenos asmatiformes. Bajo esta denominación, yo me sentía absolutamente disminuido, algo así como un esnob del asma. Si se me ocurría abrir una ventana para que se disipase el humo de esos cigarrillos que no fumaba, y alguien se me acercaba solícito a preguntarme: “¿Es usted un bronquial?”, yo me sentía muy desalentado cuando me veía obligado a responder con inflexible franqueza: “No, no. Son solo fenómenos asmatiformes”. De inmediato advertía que se me hacía objeto de discriminación: nadie me preguntaba por pastillas, inhalaciones, nebulizaciones, jeringas, adrenalina, hierbas curativas, u otros rasgos de veteranía. Fue un largo calvario, de médico en médico. Hasta me cambié de mutualista. Siempre la misma respuesta: “No se preocupe, amigo. Usted no es asmático. Apenas son fenómenos asmatiformes”. Apenas. Esta palabrita me molestaba más que todos los accesos.
Hasta que un día llegó a Montevideo un doctor suizo especialista en asma y alergia, e instaló un estupendo consultorio en la calle Canelones. Hablaba tan mal el español que no halló (así lo creo) la palabra asmatiforme, y me dijo que, efectivamente, yo padecía asma. Casi lo abrazo. La noticia fue la mejor compensación a los cien pesos que me salió la consulta.
De inmediato se corrió la voz. Confieso que contribuí modestamente a la difusión. Ahí comenzó mi mejor época de asmático. Solo entonces ingresé en eso que mi resentido amigo llamaba la masonería del fuelle. Los mismos veteranos disneicos que antes me habían mirado con patente menosprecio, se acercaban ahora sonriendo, me abrazaban (discretamente, claro, para no obstruirnos mutuamente los bronquios), me hacían preguntas ya del todo profesionales, y comparaban sin tapujos sus estertores sibilantes con los míos.
Mario Benedetti: El fin de la disnea (1968)
A quien se haya divertido con este pasaje, recomiendo la lectura del cuento completo. Tras la ardua tarea de conseguir verse admitido en la “masonería del fuelle”, la fatídica aparición de un milagroso medicamento llamado Cur-Hinal acaba con la felicidad del protagonista, pues le lleva finalmente a convertirse en uno de tantos ex asmáticos.
Fernando A. Navarro