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Channel: El poder del lenguaje – Laboratorio del Lenguaje
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Fenómenos asmatiformes

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     ¿Es lo mismo llamar a una enfermedad por un nombre o por otro? Bien saben los pacientes que no. Lo explica de modo admirable el escritor uruguayo Mario Benedetti, asmático reconocido, en el pasaje que reproduzco a continuación, extraído de su cuento El fin de la disnea. Este cuento se publicó inicialmente en Méjico, en su libro recopilatorio La muerte y otras sorpresas (1968); pero hoy es más fácil encontrarlo en la edición de Cuentos completos que publicó Alfaguara en Madrid en 1996. Dice así Benedetti:

Durante varios años sufrí una suerte de discriminación. A partir de una fiebre tifoidea […], comencé a padecer primero asma nasal, luego disnea. Sin embargo, el médico de la familia se obstinó en diagnosticar: fenómenos asmatiformes. Bajo esta denominación, yo me sentía absolutamente disminuido, algo así como un esnob del asma. Si se me ocurría abrir una ventana para que se disipase el humo de esos cigarrillos que no fumaba, y alguien se me acercaba solícito a preguntarme: “¿Es usted un bronquial?”, yo me sentía muy desalentado cuando me veía obligado a responder con inflexible franqueza: “No, no. Son solo fenómenos asmatiformes”. De inmediato advertía que se me hacía objeto de discriminación: nadie me preguntaba por pastillas, inhalaciones, nebulizaciones, jeringas, adrenalina, hierbas curativas, u otros rasgos de veteranía. Fue un largo calvario, de médico en médico. Hasta me cambié de mutualista. Siempre la misma respuesta: “No se preocupe, amigo. Usted no es asmático. Apenas son fenómenos asmatiformes”. Apenas. Esta palabrita me molestaba más que todos los accesos.

Hasta que un día llegó a Montevideo un doctor suizo especialista en asma y alergia, e instaló un estupendo consultorio en la calle Canelones. Hablaba tan mal el español que no halló (así lo creo) la palabra asmatiforme, y me dijo que, efectivamente, yo padecía asma. Casi lo abrazo. La noticia fue la mejor compensación a los cien pesos que me salió la consulta.

De inmediato se corrió la voz. Confieso que contribuí modestamente a la difusión. Ahí comenzó mi mejor época de asmático. Solo entonces ingresé en eso que mi resentido amigo llamaba la masonería del fuelle. Los mismos veteranos disneicos que antes me habían mirado con patente menosprecio, se acercaban ahora sonriendo, me abrazaban (discretamente, claro, para no obstruirnos mutuamente los bronquios), me hacían preguntas ya del todo profesionales, y comparaban sin tapujos sus estertores sibilantes con los míos.

Mario Benedetti: El fin de la disnea (1968)

     A quien se haya divertido con este pasaje, recomiendo la lectura del cuento completo. Tras la ardua tarea de conseguir verse admitido en la “masonería del fuelle”, la fatídica aparición de un milagroso medicamento llamado Cur-Hinal acaba con la felicidad del protagonista, pues le lleva finalmente a convertirse en uno de tantos ex asmáticos.

Fernando A. Navarro


Búscale nombre a la EPOC

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     Según los resultados de la Encuesta de Conocimiento de la EPOC en España, el 88,8 % de la población española desconoce la EPOC, no la reconoce como una enfermedad grave de elevada prevalencia ni sabe qué significan sus siglas. Sin embargo, los españoles sí conocen la bronquitis crónica (91,6 %) o el enfisema pulmonar (69,5 %), e incluso identifican correctamente sus síntomas. Estos resultados parecen indicar que ni el nombre enfermedad pulmonar obstructiva crónica ni las siglas EPOC ayudan al conocimiento de esta dolencia, y más bien dificultan gravemente su prevención, su diagnóstico precoz y su oportuno tratamiento.

     Esta percepción se halla en el origen de una curiosa iniciativa, Búscale nombre a la EPOC, lanzada en julio del 2010 bajo los auspicios de diversas entidades implicadas en el diagnóstico y el tratamiento de la EPOC: Sociedad Española de Médicos de Atención Primaria (Semergen), Sociedad Española de Medicina de Familia y Comunitaria (Semfyc), Sociedad Española de Médicos Generales y de Familia (SEMG), Sociedad Española de Medicina Interna (SEMI), Sociedad Española de Neumología y Cirugía Torácica (Separ), Federación Nacional de Asociaciones de Enfermedades Respiratorios (Fenaer) y Universidad de los Pacientes.

     La iniciativa se presenta en estos términos:

Hay una enfermedad que mata a 50 españoles al día. Ocho veces más que los accidentes de tráfico. En 2020 será la tercera causa de muerte en el mundo. Aun así, nadie sabe cómo se llama. Es la EPOC (enfermedad pulmonar obstructiva crónica) y afecta sobre todo a fumadores. Como a pesar de su terrible magnitud sigue siendo desconocida, pensamos que necesita un nombre más popular. Un nombre que la haga más conocida. ¿Cuál es tu propuesta?

     Al cabo de siete meses, la iniciativa había recibido ya más de medio millar de propuestas. Las más votadas eran, en ese momento: daño pulmonar obstructivo, PC (pulmón cerrado), humosis pulmonar, neumopatía obstructiva, respiropoc, SDPA (síndrome del pulmón adquirido) y tabtana (acrónimo de tabaquismo y tanatorio). Pero hay muchas más donde escoger, desde las que buscan resaltar la relación causal con el tabaco (asfixia tabáquica, tabacosis, enfermedad del fumador, etc.) hasta las más imaginativas, como mal de Darth Vader o la bellepoc.

Fernando A. Navarro

A la santidad por el nombre (I)

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En países de gran tradición católica, como España, es bien sabido que prácticamente cada enfermedad —como también cada localidad, cada parroquia, cada oficio y profesión— tiene su santo patrono particular, normalmente en virtud de algún hecho biográfico distintivo. Por ejemplo, santa Apolonia de Alejandría, virgen y mártir, es la patrona del dolor de muelas y de los odontólogos porque sufrió un martirio atroz: la extracción, una por una, de sus 32 piezas dentales. San Lázaro está considerado tradicionalmente como el santo patrón de los leprosos a partir de la parábola del rico Epulón y el pobre Lázaro, donde se nos dice que este último era leproso. Santa Águeda de Catania, martirizada con la amputación de ambos senos, es hoy la patrona de las mastitis, del cáncer de mama y de otras enfermedades mamarias, así como de todas las mujeres mastectomizadas. Y al catalán san Ramón Nonato, así llamado por haber nacido mediante cesárea tras la muerte de su madre, se le invoca como santo patrono de matronas, de embarazadas y de parturientas.

Empecé a sospechar, no obstante, que también el nombre —y no solo la biografía— podía ser decisivo para la atribución de santos patronazgos cuando me di cuenta de que la santa patrona de oculistas, ciegos y enfermos de la vista no era la misma en todas partes. En buena lógica, la patrona de los ciegos debería ser santa Odilia, hija de los duques de Alsacia, que nació ciega y recobró la vista de forma milagrosa cuando un monje la bautizó a los 12 años de edad: fue tocar el santo óleo los ojos hueros de Odilia, y recobrar la niña la vista. La Iglesia católica, de hecho, reconoce oficialmente a santa Odilia como santa patrona de ciegos y abogada de problemas de la vista. En la práctica, sin embargo, no he conocido nunca a nadie que en España la venere como tal, pues entre nosotros es mucho más frecuente acudir a santa Lucía de Siracusa como patrona de la vista. Dos motivos pueden explicarlo. Por un lado, ambas santas comparten fecha en el santoral: el 13 de diciembre se celebra la festividad de santa Odilia, y también la de santa Lucía. Pero parece probable, además, que el nombre de santa Lucía (en el que es evidente la relación etimológica con la luz), unido a la metáfora antiquísima que asimila el binomio luz-oscuridad al binomio vista-ceguera, haya influido en su primacía sobre santa Odilia. La importancia del nombre parece reforzarse cuando uno se entera de que santa Cecilia de Roma, además de patrona de músicos y poetas, está también reconocida por las Iglesias católica y ortodoxa como santa patrona de los ciegos; en este caso es indudable que el nombre (latín caecilia, ‘cieguita’) tuvo que ser por fuerza un factor determinante.

Confirma la sospecha el hecho de que en los países de lengua germánica sea frecuente considerar a san Agustín de Hipona patrono de las enfermedades oculares. No sucede así en España, que yo sepa. Pero es que en español el nombre Agustín no guarda relación ninguna con el ojo ni con la vista, mientras que su nombre en alemán, Augustin o Augustinus, llama la atención por su evidente semejanza gráfica y fonética con el sustantivo común Auge, que significa ‘ojo’. El nombre importa, vaya si importa, hasta para ser santo.

Fernando A. Navarro

A la santidad por el nombre (y II)

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     Comentaba la semana pasada mi convencimiento de que el nombre de pila ha sido de importancia crucial para la atribución de efectos protectores contra diversas enfermedades en el santoral católico. Y daba como ejemplo el caso de la ceguera y otras enfermedades de la vista, que en buena lógica deberían quedar bajo la protección de santa Odilia, pero que la devoción popular suele adjudicar en España a santa Lucía (luz como alegoría de la vista, por oposición a la oscuridad como símbolo de la ceguera) o, más raramente, santa Cecilia (latín caecilia, ‘cieguita’), pero a san Agustín en los países de habla alemana (Augustin, por semejanza gráfica y fonética con Auge, ‘ojo’).

     Dos ejemplos más, ambos muy evidentes, me han llamado la atención al comparar las listas de santos patronos de dolencias y enfermedades en España y los países germánicos. La veneración de san Valentín como santo patrono de la epilepsia no resulta llamativa en español, pero sí en alemán, idioma en el que sus dos primera sílabas, Valen-, se pronuncian exactamente igual que el verbo fallen (caer). Y no hace falta señalar, creo, que la caída al suelo es uno de los signos más llamativos de las convulsiones tonicoclónicas características de las crisis del gran mal. Tan característica es la caída de la epilepsia, que en alemán la enfermedad se conoce en el lenguaje general como fallende Sucht o Fallsucht.

     El médico, obispo y mártir san Blas de Sebaste, por último, murió decapitado en el siglo IV. Posiblemente ello explica que en España lo veneremos como santo patrono de todas las enfermedades del cuello y la garganta: anginas, faringitis, afonía, cáncer de laringe, etc. Entre sus milagrosas curaciones legendarias, se cuenta también que en cierta ocasión salvó la vida de un niño que se asfixiaba con una espina de pescado atravesada en la garganta. Y todavía hoy, en mi patria chica de Salamanca, es costumbre vender, en la víspera del 3 de febrero, festividad de san Blas, unas gargantillas bendecidas, de colorines, que, llevadas durante una semana y quemadas al cabo de la novena de san Blas, supuestamente aseguran un año entero sin faringitis. Así es en España, donde san Blas está considerado santo protector contra las enfermedades de garganta. Porque en Alemania y otros países germánicos suelen rezar a san Blas más bien como santo protector de las cistitis, las infecciones urinarias y otras enfermedades vesicales. La explicación parece obvia para el que sepa alemán: el nombre alemán del santo, Blasius, evoca con claridad el nombre que la vejiga urinaria recibe en alemán: Blase.

Fernando A. Navarro

Medicamentos que se confunden

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En febrero del 2010, la FDA estadounidense emitió una nota oficial en la que alertaba a consumidores y profesionales sanitarios sobre varios casos de reacciones adversas graves, como hemorragia digestiva alta, en pacientes que habían tomado por error el antidiarreico y antinauseoso Maalox Total Relief en lugar del antiácido Maalox. Lógico, porque el antiácido está indicado para la úlcera gastroduodenal (sus principios activos son hidróxido de magnesio e hidróxido de aluminio), mientras que el antidiarreico contiene subsalicilato de bismuto, que, como todo salicilato, a los ulcerosos les sienta como un tiro. Craso error de medicación, pues.

Los errores de medicación pueden obedecer a múltiples causas: errores de prescripción, errores en la interpretación de órdenes médicas ambiguas o incompletas, confusiones en la dispensación o administración de medicamentos por envasado parecido, administración de un medicamento por una vía inadecuada o en dosis incorrectas, etc.  Una de las más llamativas, y nada rara, es la confusión entre medicamentos de nombre muy parecido. Como sabemos bien, en España se comercializa un número elevadísimo de medicamentos con nombres de lo más variopinto, por lo que no es de extrañar que algunos se presten a confusión. Y las confusiones entre dos marcas comerciales (por ejemplo, Sumial y Luminal), entre dos principios activos (por ejemplo, dopamina y dobutamina) o entre una marca y un nombre común (por ejemplo, Rohipnol y ropinirol) pueden tener para el paciente consecuencias muy graves, mortales incluso.

En España, el Instituto para el Uso Seguro de los Medicamentos (ISMP-España) mantiene, en colaboración con el Consejo General de Colegios Oficiales de Farmacéuticos, una base de datos de nombres de medicamentos similares que se prestan a confusión, actualmente integrada por más de setecientos nombres. En el año 2011, por ejemplo, dieron a conocer una lista de 54 parejas o grupos de nombres de medicamentos especialmente conflictivos, como Adventán-Avental, alopurinol-haloperidol, cefoxitina-cefotaxima, ciotiapina-ciozapina, Dermatix-Dermofix, Ebixa-Evista, Emconcor-Entocord, prednisona-prednisolona, quinina-quinidina, Sinogán-Simolán y valaciclovir-valganciclovir. En la revista Farmacia Hospitalaria (2011; 35: 225-235) puede consultarse la lista completa.

Fernando A. Navarro

Grasa y gordura

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     Desde la incorporación de los dos países ibéricos a la Unión Europea, en 1986, se ha hecho habitual encontrar en nuestros supermercados numerosos productos etiquetados tanto en portugués como en español. Es hoy de conocimiento general, pues, que la grasa se llama gordura en portugués. Y siempre he pensado que este solo nombre debe de ser en Portugal una de las medidas más eficaces de lucha contra la obesidad.

     Porque no es lo mismo, me parece, comprar unos quesitos en porciones con 45% M.G., como hacemos en España, que unos “queijinhos com 45% de gordura”, como hacen nuestros vecinos de la Lusitania. Esas siglas M.G. solo de forma muy críptica evocan la materia grasa, a su vez apenas vagamente relacionada con la obesidad; mientras que el consumidor percibe con total claridad que un quesito con “45% de gordura” engorda casi casi con solo tocar la etiqueta.

     Igual nos pasa con la leche. En español, uno se siente atraído de forma subconsciente por la leche entera, pues, como su propio nombre indica, parece más completa, más rica en minerales y vitaminas, que las leches semidesnatadas o desnatadas. En Portugal, en cambio, muy flaco tiene que estar uno para atreverse a comprar leite meio-gordo (leche semidesnatada), y no digamos ya leite gordo (leche entera).

     Tal vez quepa interpretar en este sentido la tendencia que se aprecia entre médicos a utilizar cada vez menos eufemismos en la prevención y el tratatamiento de la obesidad. Durante años, las recomendaciones iban justamente en el sentido contrario: para evitar la estigmatización social, se pedía dar preferencia a eufemismos como “sobrepeso” frente a “obesidad ligera”, o “corpulencia” frente a “gordura”. En julio de 2010, en cambio, la ministra británica de Sanidad, Anne Milton, pidió expresamente a los médicos del Reino Unido que dejaran de llamar obese (obesos) a sus pacientes y pasaran a llamarlos directamente fat (gordos), en un intento de potenciar la motivación de los propios obesos para que asuman su responsabilidad personal en el cambio de hábitos alimenticios y estilo de vida. En declaraciones a la BBC, la propia ministra explicó: “If I look in the mirror and think I am obese, I think I am less worried [than] if I think I am fat”.

     Y sí, a veces conviene llamar a las cosas por su nombre: el agua clara, ya se sabe, y el chocolate espeso. Al pan, pan, y al vino, vino, especialmente cuando se trata de un problema tan serio como es la obesidad hoy en nuestros países.

Fernando A. Navarro

Prospectos universales

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     Para quienes no son médicos ni farmacéuticos, con frecuencia no resulta nada sencillo entender correctamente las instrucciones, advertencias y avisos contenidos en el prospecto de un medicamento. Si incluso los pacientes con estudios universitarios encuentran dificultades a la hora de interpretar la compleja y árida prosa de los prospectos, es fácil imaginar los problemas que entraña el tratar de explicar la pauta de administración o las precauciones básicas a un paciente que no entiende ni una palabra de español y además es analfabeto, un caso mucho más habitual de lo que se piensa, puesto que no todos los médicos españoles trabajan en un moderno centro de salud ni en un gran hospital.

     Pensemos, por ejemplo, en quienes prestan ayuda humanitaria en algún rincón del Tercer Mundo: ¿cómo describir en Buyumbura o en Katmandú la posología y las contraindicaciones a un paciente analfabeto, que no habla más que kirundi o nepalí y no es capaz de leer ni siquiera en su propia lengua materna? Y más grave aún: ¿cómo hacer que recuerde esas indicaciones posológicas y pueda consultarlas en caso de duda cuando deba seguir un tratamiento complejo y prolongado, como una politerapia con tres tuberculostáticos durante nueve meses? Es evidente que, en casos así, los prospectos tradicionales —por muy traducidos que estén a las lenguas de la Unión Europea— resultan de bien poca ayuda.

     La solución nos la ofrece el refranero: “Una imagen vale más que mil palabras”. Es posible, incluso, que en esta ocasión hubiera sido preferible trocar el título de la sección de “El poder del lenguaje” a “El poder de la imagen”; un poder, por cierto, que conocen bien multinacionales como Ikea, que desde hace varios decenios vende sus muebles en más de cincuenta países acompañados de unas instrucciones en versión única para todos ellos, sin una sola palabra. Basta, pues, con aplicar ese mismo concepto a los prospectos de medicamentos. y eso es precisamente lo que ha hecho la Federación Internacional Farmacéutica (FIP): desarrollar unos pictogramas multiculturales (adaptados a distintos países y múltiples idiomas) para ofrecer información gráfica asequible sobre indicación, dosis, formulación, vía de administración, frecuencia y precauciones.

     Un sencillo programa informático permite generar prospectos gráficos mediante combinación de iconos fácilmente reconocibles en blanco y negro, para imprimir en el acto y entregar en mano al paciente. Más información en: www.fip.org/programmes_projects?page=pictograms.

Fernando A. Navarro

‘Retrasado’

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Un sondeo entre padres y profesionales sanitarios que se publica este mes en Pediatrics and Child Health respalda el rechazo del término retraso mental para los niños con déficit cognitivo. La mayoría de los padres se sentirían ofendidos si un médico utilizara este término. Es bien sabido que las palabras con el tiempo y el uso evolucionan, matizan su significado, lo devalúan o lo exageran.

En los últimos 200 años, la condición de retraso mental ha ido suavizándose desde imbecilidad e idiotez. El término de retraso mental se introdujo para sustituir a esas palabras tan peyorativas. Pero ahora muchos creen que retrasado mental es muy negativo, científicamente inútil y dañino socialmente. En 2007, la Asociación Americana sobre Retraso Mental pasó a llamarse Asociación Americana sobre Discapacidad Intelectual y del Desarrollo, y también cambió el nombre de su revista. El nuevo Manual Diagnóstico y Estadístico de Trastornos Mentales propuso primero discapacidad intelectual y luego trastorno del desarrollo intelectual. Sin embargo, todavía no hay consenso universal sobre el uso del término retraso mental o sobre su sustitución. Continúa siendo utilizado clínicamente y apareciendo en libros de texto y publicaciones. Mientras tanto,las actitudes del público y el uso han ido cambiando hacia expresiones más suaves como retraso del desarrollo o discapacidad intelectual. Hasta que se vuelvan a cargar negativamente.

José Ramón Zárate


El misterioso poder curativo de la letra Z

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     Comentaba hace ya algunos años el hecho curioso de que, siendo la letra X la más rara de cuantas forman el alfabeto español (con una frecuencia aproximada del 0,06 %), la encontremos con frecuencia inusitada en las marcas comerciales de medicamentos. La circunstancia no es casual, desde luego. Los grandes labortorios farmacéuticos sienten predilección por la X precisamente por que es la letra más rara del alfabeto. No en vano los estudios neurolingüísticos tienen demostrado que el cerebro humano asocia los nombres que incorporan letras raras a conceptos novedosos. Y la novedad en farmacología, ya se sabe, se asocia directamente a eficacia, avance terapéutico y progreso científico.

     Todo esto que digo de la letra X puede aplicarse también a otras letras raras del alfabeto, como la J, la K, la V, la Y… y la Z. Pregunto a un médico cualquiera por nombres de medicamentos que contengan la letra Z y en menos de cinco minutos me nombra una docena: Cozaar, Lizipaína, Prozac, Relenza, Trankimazín, Zaldiar, Zantac, Zastén, Zinnat, Zocor, Zovirax y Zyloric.

     Son muchos más, desde luego, pues llama la atención la desmesurada prevalencia de la letra Z en nuestro vademécum: Alipza, Azomyr, Azopt, Azzalure, Bazalín, Benzetacil, Bondenza, Brotazona, Cerazet, Cirkupaz, Coryzalia, Devazol, Dezacor, Ecazide, Ezaprev, Ezor, Fluomizín, Fortzaar, Fuzeon, Gastrozepín, Gine-Zalaín, Grazax, Hirobriz, Inzitán, Karvezide, Lerzam, Mozarín, Muzolil, Myozyme, Naglazyme, Nolpaza, Norfenazín, Ozurdex, Panenza, Prezista, Qutenza, Relapaz, Riprazo, Rozex, Saizén, Solaraze, Tazocel, Telzir, Tryptizol, Vinzam, Virazole, Vivanza, Wilzin, Xazal y muchos más. Pero asombra, sobre todo, el hecho de que cerca de un centenar de medicamentos de venta en España tengan un nombre que comienza por Z; además de los siete ya mencionados en el párrafo anterior, por ejemplo, todos los siguientes: Zabart, Zaditén, Zagonam, Zalaín, Zalasta, Zalerg, Zamene, Zanacodar, Zanidip, Zanipress, Zapris, Zarator, Zarax, Zaredrop, Zarelis, Zarontín, Zarzio, Zavedós, Zavesca, Zaxmyl, Zayasel, Zebinix, Zeel, Zeffix, Zelaika, Zeldox, Zeliderm, Zemplar, Zenas, Zenaván, Zentavión, Zerit, Zestoretic, Zestril, Zevalín, Ziagén, Zidoval, Zimadoce, Zimema, Zimor, Zincatión, Zindaclín, Zineryt, Zinnat, Zipramylán, Zitromax, Zofenil, Zofrán, Zoladex, Zolafrén, Zolico, Zolina, Zolistán, Zolival, Zomactón, Zomarist, Zometa, Zomig, Zomorph, Zonegrán, Zopicalma, Zopranol, Zorac, Zoraíl, Zostavax, Zovicrem, Zovilabial, Zuandol, Zuantrip, Zulex, Zuria, Zutectra, Zyclara, Zyllt, Zyntabac y Zypadhera. Demasiada zeta, ¿no creen?

     Y no parece que nos hallemos ante una simple moda pasajera. Repaso, de hecho, las listas de nuevos medicamentos autorizados en los informes mensuales de la Agencia Española de Medicamentos y Productos Sanitarios (AEMPS) correspondientes a los dos últimos años y contienen nada menos que 16 nuevos medicamentos con nombre que incorpora alguna X (Bexsero, Dexdor, Esoprax, Forxiga, Krystexxa, Lyxumia, Nadorex, NexoBrid, Nimenrix, Nulojix, Palexia, Pixuvri, Pyramax, Xalkori, Xgeva y Yellox) y otros 12 con la letra Z (Ameluz, Cinryze, Hizentra, Ipreziv, Komboglyze, Ryzodeg, Zaltrap, Zelboraf, Zenhale, Zinforo, Zoely y Zytiga).

     También fuera de nuestras fronteras, desde luego. Porque leo un interesante artículo sobre nuevos antineoplásicos autorizados por la FDA en los Estados Unidos y me encuentro, con la X, Xtandi para el cáncer de próstata, Xalkori para el cáncer de pulmón y Xgeva para las metástasis óseas. Y con la letra Z, Zaltrap para el cáncer de colon, Zelboraf para el melanoma maligno y Zytiga para el cáncer de próstata.

     Combina ambas letras raras el nuevo medicamento de Pfizer contra la artritis reumatoide: Xeljanz. Según afirma la neurolingüística, el nombre escogido será lo suficientemente raro e impronunciable como para que cualquier médico lo asocie de modo inconsciente con una importante innovación farmacológica. E incorpora, además, una mención explícita a su mecanismo de acción en la partícula jan, pues su principio activo, el tofacitinib, es un inhibidor selectivo de las janocinasas.

Fernando A. Navarro

Esdrújulas mayestáticas

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El poder de las palabras no sólo reside en su significado, a veces complicado por las trampas de la polisemia. También lo tienen su estructura gramatical y, sobre todo, su pronunciación, la denominada prosodia. Al fin y al cabo, el lenguaje es un medio de comunicación oral y sólo secundariamente escrito. Si para una mayoría de individuos el hablar es sólo un instrumento de comunicación interpersonal, para algunos se convierte en parte fundamental de su oficio. Me refiero a los profesionales de los medios de comunicación hablados quienes, cada vez más, influyen en el comportamiento lingüístico de la población general. También se aprecia en el lenguaje de los políticos cuando éstos hablan en público. Esos hablantes se creen en la obligación de prestar a su discurso un tono afectado de pronunciación que, deben pensar, concede a la noticia o a la opinión una mayor importancia. Y para este empeño, nada mejor que utilizar muchas palabras esdrújulas y sobreesdrújulas que suenan a cosa de mayor cuantía. Y si en la frase no hay ninguna de estas palabras, se inventa. Así pasa cuando verbalizan de tal forma que juntan el artículo o la preposición con la palabra que los sigue y de esa manera consiguen un vocablo lo suficientemente largo para que, acentuándolo en la primera sílaba, suene al oído como esdrújula.

Otro tanto sucede con esa manía de convertir los participios en verbos y de ahí sacar nuevos verbos y así hasta el infinito: por ejemplo, de poner nace en español posición, de aquí se extrae, con fórceps, posicionar y de aquí posicionarse y posicionamiento, y así sucesivamente; de concretar, concreto y concretizar. Hasta hace poco eran los locutores deportivos los más proclives a caer en este solecismo, quizá por la inmediatez y vehemencia que exigen sus comentarios; pero la cosa se ha extendido y ahora podemos apreciarlo en otros ámbitos de la locución.

Para los médicos, que con tanta frecuencia tenemos que hablar para un auditorio más o menos numeroso, quizá fuera bueno crear algo parecido a los manuales de estilo periodísticos. Se me dirá que sólo nos faltaba tener que repasar la olvidada gramática con todo lo que tenemos que hacer. Pero contestaré que “nunca por mucho trigo fue mal año” y que esta enseñanza mejoraría nuestra imagen pública.

José Ignacio de Arana

Calidad de vida

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En el mundo actual la vida ha dejado de ser un valor absoluto en sí misma. Ahora necesita tener calidad. ¿Y qué es esto de la calidad de vida que se ha convertido en una expresión en boca de cualquiera? Pues una mezcla lo más homogénea posible de buena salud física, normalidad intelectual, bienestar económico, equilibrio social y disfrute de las oportunidades de todo tipo, pero muy especialmente de las llamadas lúdicas o de recreo en general, entre otras cosas. Condiciones todas, ya se ve, tan aleatorias como subjetivas. Incluso la que parecería más mensurable, el bienestar económico, carece de verdadera solidez porque lo que uno estimaría como suficiente, otro lo tendría por escaso para su gusto personal y estamos hartos de encontrar esta diferencia a nuestro alrededor.

Así pues, podemos repetirnos la pregunta: ¿qué es calidad de vida?; pero, sobre todo, hacernos una nueva: ¿quién determina la calidad de una vida?; especialmente cuando el individuo no está en condiciones de determinar sus propios parámetros, esto es, muy al principio de su existencia, en su fase prenatal pero ya humana, y al final de ella. Ahí está el meollo de la cuestión. Seguramente nadie está capacitado para establecer un baremo de calidad sobre la vida ajena –y pienso que tampoco sobre la propia– y habremos de concluir que la vida es valiosa por sí misma, con lo que estaríamos como al principio.

Todos hemos visto un buen puñado de veces –a sus autores se les olvidó registrar los derechos de propiedad de la obra y por eso la programan en cualquier momento y sin pagar un duro todas las cadenas de televisión– la película, lacrimógena y sensiblera si se quiere, Qué bello es vivir (Frank Capra, 1946), en la que se trata de este asunto. La vida de cada cual influye, sin que él o ella ni siquiera lo perciban, en las de otras personas; ya sólo esto le otorgaría importancia aunque considerásemos, que algunos lo hacen, a la sociedad como un mero ecosistema.

Estas consideraciones tienen, aunque quizá no lo parezcan, su relación con el lenguaje que nos reúne en esta página. De tanto machacar con una palabra o una frase, éstas impregnan las ideas que van unidas a ellas y modulan el pensamiento de los hablantes. Viene a cuento esto porque el argumento de la calidad de una vida es el más escuchado, incluso en boca de médicos, para justificar la supresión de seres humanos. Y hasta parece un avance del intelecto que debemos agradecer por su “beneficencia”. ¡Disparates!

José Ignacio de Arana

El pajarito de Twitter tiene sexo

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     Desde hace al menos una generación, nos martillean con el mantra de que hombres y mujeres somos iguales. En el plano de la teoría queda muy bonito, pero después, en la práctica, los estudios psicológicos no paran de demostrar, una y otra vez, que en casi cualquier aspecto imaginable de la conducta humana, hombres y mujeres somos radicalmente distintos. También a la hora de teclear los 140 caracteres que componen un mensaje de Twitter.

     Así, al menos, parecen haberlo demostrado los estadounidenses David Bamman (Universidad Carnegie Mellon de Pittsburgh), Jacob Eisenstein (Instituto Politécnico de Georgia) y Tyler Schnoebelen (Universidad de Stanford) tras analizar los gorjeos de 14 000 tuiteros para un trabajo de investigación que publicaron a finales de 2012 en arXiv, con el título de «Gender in Twitter: styles, stances, and social networks».

     Buscaban estos autores posibles rasgos estilísticos característicos de uno u otro sexo en la microcomunicación por escrito. Y los encontraron, vaya si los encontraron.

     Las mujeres, por ejemplo, son mucho más expresivas en Twitter y escriben más sobre su estado de ánimo, a juzgar por el notable predominio femenino en el uso de emoticonos y de adjetivos de marcado carácter afectivo, como sad (triste), glad (contenta), proud (orgullosa), happy (feliz), scared (asustada), annoyed (enfadada, enojada), excited (emocionada) y jealous (celosa). Casi todos los nombres de familiares son también predominantes en los trinos femeninos: mom (mamá), dad (papá), husband (marido), sister (hermana), daughter (hija), aunt (tía), grandma (abuelita), children (hijos); únicamente wife (esposa) y brother (hermano) aparecen más utilizados en los microtextos masculinos. Otros rasgos de esta mayor expresividad femenina son el alargamiento de las palabras para expresar intensidad (coooooool!), y un mayor uso de los signos interrogación y exclamación, así como de sonidos y onomatopeyas (ah!, hmmm, grrr).

     Los hombres, en cambio, ganan en casi todos los rasgos característicos del estilo informativo: usan considerablemente más números, expresan la información de forma directa, y utilizan de forma abrumadora más términos del ámbito de la tecnología y los deportes. ¡Ah!, y también más, muchos más tacos y palabrotas. Mal parados salimos en la comparación, me temo.

     Los investigadores destacan, en cualquier caso, que el sexo no es el único factor determinante de nuestra forma de escribir en Twitter. Influyen también otros factores como la clase social, el nivel cultural, la edad y el lugar de nacimiento. Y también, lo que me ha parecido muy interesante, el círculo social 2.0 de cada tuitero. Cuantos más seguidores de su mismo sexo tiene un varón, por ejemplo, más recurre este en sus gorjeos al lenguaje directo, informativo, cuantitativo y soez; mientras que si interactúa en un círculo predominantemente femenino, más expresivos y emocionales son sus mensajes. Y lo mismo, claro, pasa con las mujeres, pero a la inversa.

Fernando A. Navarro (@navarrotradmed)

Coca-Cola, en apuros por dos palabras

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     Los seguidores asiduos del Laboratorio, que en su versión impresa incorpora cada semana un pequeño recuadro con «Las apariencias engañan…», están bien familiarizados con el problema de los llamados «falsos amigos»: palabras de escritura igual o muy parecida en dos idiomas, pero con significados muy distintos. Me da la sensación, en cambio, de que los directivos de Coca-Cola no están muy duchos en falsos amigos, porque de lo contrario no se entiende el patinazo que los tuvo en jaque el mes pasado en Canadá.

     La pifia, desde luego, fue de escándalo. Todo empezó cuando una joven fotógrafa de Edmonton, Blake Loates, abrió en un restaurante una botella de agua vitaminada Zero y encontró impreso en el tapón el mensaje YOU RETARD (algo así como «eres subnormal»), insultante e intolerable para cualquiera, desde luego, pero más aún para quien, como ella, tiene una hermanita de 11 años, Fiona, con parálisis cerebral infantil. Así que, ni corta ni perezosa, Blake Loates hizo una foto al tapón y se la envió a su padre, que vive a muchos miles de quilómetros de distancia, en la costa occidental de los EE.UU. El padre, lógicamente, montó en cólera y escribió una furibunda carta de prostesta dirigida al Consejo de Administración de Coca-Cola. En esa carta, firmada por «Doug Loates, ex consumidor de Coca-Cola», el padre explica que en su familia no usan jamás la palabra retard (que él escribe R‑word, porque no quiere siquiera reproducirla) ni toleran que nadie la use en su presencia; y adjuntaba una foto de Fiona con el comentario «¿se imaginan si hubiera abierto ella esa botella?» (la carta de Doug Loates puede leerse íntegra en el Facebook de Blake).

     El mensaje de marras, según Coca-Cola, formaba parte de una promoción destinada a jugar con las palabras y su múltiples posibilidades de combinación; promoción bilingüe, por supuesto, como casi todas en Canadá. De tal modo que cada tapón lleva arriba una palabra en inglés y debajo otra en francés. Se supone que los consumidores irían coleccionando los tapones para luego jugar los anglohablantes con las palabras superiores y los francófonos con las inferiores. Para ello, Coca-Cola elaboró dos listas independientes de vocablos, una en cada idioma, que revisaron con sumo cuidado para evitar que se colaran voces ofensivas. Pero olvidaron, claro, dar a revisar cada lista a un hablante nativo de la otra lengua, con el encargo de que marcase los falsos amigos. Como retard, que en francés indica simple demora o retraso (tu vas être en retard, vas a llegar tarde), mientras que en inglés norteamericano es un insulto muy fuerte, algo así como «tarado», «subnormal» o «retrasado mental». O como el mensajito OF DOUCHE que hizo ruborizarse de vergüenza a otro consumidor canadiense y elevar también una queja a Coca-Cola; porque douche en francés es una simple e inocente ducha (je prends ma douche chaque matin, me ducho todas las mañanas; en inglés, shower), mientras que douche en inglés es la ducha vaginal, y nadie habla de ella en público ni espera encontrarla escrita en el tapón de un refresco al alcance de los niños.

     Rápidamente, por supuesto, Coca-Cola Canadá se disculpó ante los consumidores afectados y, a través de mandamases como su vicepresidente David Thomson y su directora de comunicación Shannon Denny, anunció la cancelación inmediata de la promoción, el cese de la producción de nuevos tapones y la destrucción de todos los ya fabricados que aún tuvieran en existencias. Un montón de dinero tirado tontamente y el prestigio de una de las mayores empresas del mundo en peligro solamente por ponerse a jugar con las palabras sin ser verdaderamente conscientes del enorme poder que estas tienen.

     Por cuestiones demográficas evidentes era menos probable, pero el problema hubiera podido plantearse también en el otro sentido; con en inglés, por ejemplo, es un timo o una estafa (y en español, algo tan inofensivo como una simple preposición), mientras que en francés es la forma más grosera de referirse a la vulva femenina (algo así como coño en español o cunt en inglés).

Fernando A. Navarro

Ablixa: a vueltas con los nombres de medicamentos

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     Ablixa es la marca comercial del antidepresivo ficticio en torno al cual gira la trama de Side Effects (Efectos secundarios), última película del director estadounidense Steven Soderbergh. Para dotar de realismo a su representación, en el filme se cuidó hasta el más mínimo detalle: el logo, el envase, la mercadotecnia —bolígrafos, paraguas, etc.—, un anuncio de televisión e incluso una página en internet. Pero quizás el elemento más convincente sea precisamente la marca: el nombre Ablixa.

     Ablixa convence porque encaja a la perfección con las últimas tendencias en farmacobautismos: es llamativo, corto y fácil de recordar; pero, sobre todo, contiene la letra x. De hecho, la x es una de las letras favoritas para las marcas comerciales de los medicamentos: Bexsero, Exjade, Krystexxa, Quintanrix, Quixidar, Xalkori, Xarelto, Xeloda, Xgeva, Xiapex, Xilarix, Xyrem, Yellox, Zebinix, Zeffix y Zenapax son solo algunos de los que ha autorizado la EMA en el último decenio.

     Estos nombres, en apariencia más propios de los mundos exóticos de La guerra de las galaxias que del prosaico arte farmacéutico, podría haberlos ensamblado un programa informático combinando sílabas al azar, pero la elección de la marca comercial de un fármaco en realidad es todo menos aleatoria. Detrás de cada nombre nuevo hay años de trabajo, un equipo de expertos en marketing y cerca de 250 000 dólares de inversión. La marca comercial debe cumplir una serie de requisitos: diferenciarse bien, para evitar confusiones en las recetas, ser pegadiza y no hacer referencia a los efectos beneficiosos del producto.

     Sin embargo, son estas asociaciones de ideas las que en muchos casos decantan la elección por uno u otro nombre. Las letras x, y, k y z sugieren modernidad y tecnología punta, ideales para fármacos de nueva generación, antineoplásicos, antirreumáticos, etc.; la s y los sonidos más suaves se reservan para productos ginecológicos.

     En este sentido, mucho se ha hablado de la marca Viagra, en la que se intuye el grupo vir- indicativo de masculinidad, vigor, virilidad; se ha dicho incluso que, en inglés, la rima con Niágara evocaría la imagen de una portentosa eyaculación. Y otros casos resultan aún más llamativos: la poesía de Lyrica (antiepiléptico contra el dolor neuropático); la alegría de Allegra (antihistamínico); la sonoridad de Sonata (sedante hipnótico); la vitalidad de Vyvanse (contra la hiperactividad); la innegable conexión con la concentración mental de Concerta (para el déficit de atención); la noción de progreso que encierra el pro- de Prozac (famoso antidepresivo), o la rehabilitación que invoca Abilify (antipsicótico).

     ¿Hasta qué punto influye la eufonía de la marca en el consumo de un medicamento? En el caso de los de venta libre, la respuesta está clara: aun inconscientemente, a todos nos atraerá más algo que se llama Allegra que Tristix, por decir algo. Menos obvia es esta cuestión cuando hablamos de medicamentos de venta con receta, aunque en los Estados Unidos está permitido publicitarlos en prensa y televisión. Hay quien va más allá y plantea que los fonemas del nombre comercial pueden llegar a condicionar la percepción que tiene el facultativo de la toxicidad de un fármaco. A mí me cuesta creerlo, pero la pregunta está abierta.

Lorenzo Gallego-Borghini

[Extractado del artículo publicado por el autor en el n.º 37 de la revista Panacea]

¿Se puede ser bilingüe de nacimiento?

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     Los niños bilingües, ¿lo son desde el mismo momento en que nacen o solamente a partir del instante en que, hacia el final del primer año de vida, comienzan a balbucir sus primeras palabras?

     En principio, yo diría que lo primero, a juzgar por lo que sabemos sobre el desarrollo cognitivo y del sistema nervioso. El aparato auditivo humano, de hecho, es ya funcional en el tercer trimestre de la gestación, y el sonido que más fuerte y nítidamente percibe un feto es, con casi total seguridad, además del latido cardíaco, la voz de su madre. Los sonidos del habla materna, pues, con sus ritmos, tonos y fonemas característicos, llegan directamente al cerebro fetal y se convierten en familiares. Parece lógico pensar, por consiguiente, que se pueda ser ya bilingüe de nacimiento. Pero no es nada fácil demostrarlo, por supuesto que no.

     Por eso me han resultado tan fascinantes las investigaciones que ha llevado a cabo la psicóloga infantil Krista Byers-Heinlein en la Universidad de Concordia (Canadá). Ante la imposibilidad de utilizar el habla como criterio de bilingüismo en los recién nacidos, se valió de un marcador indirecto: cuanto más fuerte succione de un chupete un bebé sano y bien alimentado, más estimulado se considera que está su cerebro por el entorno. Byers-Heinlein se sirvió de esta técnica para estudiar y comparar dos grupos de recién nacidos de 3 días de edad como máximo: las madres del primer grupo eran unilingües en inglés, mientras que las del segundo era bilingües en inglés y tagalo. Con los bebés en sus cunitas, la investigadora canadiense reprodujo conversaciones grabadas en múltiples idiomas, y comprobó que los recién nacidos de madres unilingües solo chupaban con más intensidad cuando oían hablar en inglés; los hijos de madres bilingües, en cambio, lo hacían cuando oían hablar en inglés o en tagalo. Su cerebro, pues, era ya bilingüe y capaz de reconocer perfectamente las dos lenguas familiares.

     Con razón llamamos a nuestro primer idioma lengua materna, en lugar de lengua paterna. No solo en español, claro: inglés mother tongue, francés langue maternelle, alemán Muttersprache, italiano madrelingua, portugués língua materna, holandés moedertaal, húngaro anyanyelv, rumano limba maternă, sueco y danés modersmål, tagalo inang wika, vasco ama hizkuntza.

Fernando A. Navarro


Los huracanes ‘femeninos’ son más mortíferos

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“Claro, tiene cierta lógica”, pensarán algunas y algunos, mientras que los demás se quedarán perplejos. En el último número de Proceedings of the National Academy of Sciences, un equipo de la Universidad de Illinois, tras estudiar los nombres y desastres de los huracanes que azotan en la temporada veraniega el continente americano, ha observado que los bautizados con nombres femeninos son más mortales que los de apelativos masculinos. Los autores dicen que se debe a que un nombre femenino se percibe como menos amenazante que uno masculino –más agresivo por naturaleza y que inconscientemente se tiende a tomar menos precauciones y a no salir corriendo cuando el huracán se llama Alejandra o Victoria, pero sí cuando los de la Oficina de Meteorología les han puesto Alejandro o Víctor por eso de la alternancia sexualmente correcta.

A una persona alejada de tifones y huracanes, este juego semántico le suena estrambótico. Antes de los años ochenta, todos los huracanes llevaban nombres femeninos. Acusados de sexistas, los meteorólogos decidieron alternar nombres masculinos y femeninos. El azar, según este análisis, se ha vuelto en su contra. Los de Illinois han contabilizado las muertes causadas por 92 huracanes estadounidenses de 1950 a 2012, excluyendo para no deformar los datos al Katrina (2005) y al Audrey (1957), ambos femeninos curiosamente y causantes de 1.833 y 416 muertes respectivamente. Aun así, la estadística mortal les sale irónicamente escorada al sexo débil. Alegan que el asunto tiene su miga pues cada año mueren de media 200 estadounidenses por culpa de los erráticos huracanes. Pero Jeff Lazo, del Centro de Investigación Atmosférica de los EE.UU., habla en National Geographic de clamoroso sesgo estadístico: “Han analizado los datos desde 1950, pero hasta 1979 todos los huracanes tenían nombres femeninos, y además los de las últimas décadas han sido menos mortíferos”. En vista de la polémica, algunos comentaristas proponen neutralizar la nomenclatura, como hacen en Asia con los tifones, o bautizar a estas destructivas tormentas con nombres de asesinos como HitlerDestripador o Hannibal.

José Ramón Zárate

El falso contagio emocional de Facebook

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Un estudio publicado recientemente en Proceedings of the National Academy of Sciences, en el que se intentaba reflejar el contagio emocional de las redes sociales mediante la manipulación de términos positivos y negativos en los buzones de comentarios de casi 700.000 usuarios de Facebook, ha dado origen a un aluvión de críticas y comentarios. La principal recriminación que se le ha hecho al estudio dirigido por Adam Kramer, de la Universidad Cornell de Ithaca (Nueva York, EE.UU.), ha sido la falta de consentimiento informado. Este punto ha motivado un editorial posterior de PNAS en el que lamentan esa omisión, pero puntualizan que en la letra pequeña del contrato genérico con Facebook ya figura ese permiso explícito para usar los contenidos en mejorar los servicios que prestan. Lo irónico y farisaico del revuelo ocasionado es esa inocencia que muestran los usuarios al reclamar el pertinente permiso para un experimento tan inocuo; parecen ignorar que en las redes cibernéticas cualquier movimiento deja huella.

Con independencia de la falta de ese requisito, imprescindible en cualquier estudio científico, lo más llamativo es la irrelevancia del estudio. John Grohol, fundador de Psych Central, ha explicado en su página que la herramienta empleada para analizar el sentido negativo o positivo de los comentarios –la aplicación Linguistic Inquiry and Word Count– sólo es útil para textos largos, no para frases o párrafos. Y pone dos ejemplos: “No soy feliz” y “No tengo un buen día”. Un juicio normal vería estas frases como negativas, pero la citada aplicación contaría dos términos positivos (feliz y buen) y dos negaciones. De hecho, los propios autores del estudio concluyen con un 0,07 % de influjo en las emociones de los usuarios al manipularles la positividad o negatividad de los comentarios. “Es una correlación ridícula”, dice Grohol. Y Tal Yarkoni, director del Laboratorio de Psicoinformática de la Universidad de Texas, comenta en New Scientist que “ese pequeño influjo emocional no significa que los afectados pasen a sentirse diferentes”. Además, Facebook y otras redes “están constantemente manipulando la experiencia de sus usuarios, al igual que los anuncios publicitarios, los amigos que quieren que tomes otra copa con ellos, el jefe que quiere que trabajes más horas o tu madre que quiere que comas más verduras”.

José Ramón Zárate

Nuevos fármacos: un galimatías léxico

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En esta misma bitácora del Laboratorio del lenguaje, Fernando A. Navarro ha comentado en dos ocasiones la proliferación de equis y zetas en las marcas comerciales de medicamentos. Hace unos meses, en la revista Slate, David Schultz decía a este propósito que muchos de esos nombres podrían designar a las extrañas criaturas de la cantina de La guerra de las galaxias. Y analizaba el nombre de Xalkori, un fármaco de Pfizer diseñado para un tipo raro de cáncer de pulmón que afecta a no fumadores.

Según John Fidelino, director creativo de InterbrandHealth, la compañía que ideó el término, Xalkori incluye las letras del gen ALK, responsable de dicho tumor, y añade una X para indicar que el fármaco se dirige a dicho gen. El desarrollo de un nombre comercial puede tardar hasta cinco años y, según Fidelino, cuya compañía ha bautizado también a Zelboraf, Yondelis y Horizant, así como a los famosos Prozac y Viagra, debe ser distintivo, sin connotaciones negativas en ningún idioma y que pueda aprobar los requisitos de la FDA y de la Agencia Europea de Medicamentos; entre ellos, que evite confusiones con otros fármacos ya existentes; también rechazan nombres que se parezcan al principio activo subyacente. Ante esas trabas, a estos creativos no les importa que los nombres parezcan ridículos; al final, como con Viagra o Prozac, acaban perdiendo cualquier atisbo semántico.

Sin embargo, la proliferación de fármacos convierte el vademécum en una confusa Babel. En su artículo, Schultz cita los parecidos entre Zantac y Xanax, Paxil y Plavix o Neulasta y Lunesta, usados para trastornos diferentes. No es raro por eso que conduzcan a consecuencias graves: según datos de la FDA, ha habido 174 incidentes por estas confusiones desde comienzos de 2009; de ellos 16 fueron mortales. Marc Garnick, oncólogo especializado en cáncer de próstata del Centro Beth Israel Deaconess, en Boston, no entiende los indescifrables nombres que tiene que recetar en su campo: Jevtana, Xgeva, Zytiga, Xtandi y Zometa. Una protesta suya en forma de carta al New England a comienzos de este año fue respondida por la FDA con palabras tranquilizadoras sobre sus sistemas de control y que “no había una desproporción de equis y zetas”. Semanas más tarde Garnick se encontró con un nuevo fármaco para el cáncer de próstata: Xofigo.

José Ramón Zárate

Ante el enfermo oncológico, ¿mejor la verdad o la mentira? (I)

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     ¿Hasta qué punto debe el médico decir siempre a su paciente la verdad, toda la verdad y nada más que la verdad? Desde antiguo, este ha sido un dilema ético crucial en medicina. Porque la verdad es poderosa, ciertamente; tanto, que a veces puede serlo incluso demasiado: es sabido que la cruda verdad, en ocasiones, puede acabar con toda esperanza, y la esperanza es una de las armas terapéuticas más eficaces de que disponemos.

     En España, por tradición, los médicos se alinearon habitualmente en el modelo paternalista que deja en manos del especialista decidir en cada caso lo que considere mejor para el enfermo, incluso cuando para ello convenga que este permanezca poco o mal informado del mal que realmente padece. Representa bien esta actitud Gregorio Marañón, por ejemplo, quien dejó escrito: «En la medicina no hay plaga más dañina y odiosa que la de estos médicos que dicen a los enfermos, por sistema, la verdad».

     La medicina anglosajona, en cambio, ha venido caracterizándose tradicionalmente por un modelo más deliberativo, basado en la coparticipación activa del propio enfermo, que para ello ha de estar perfectamente informado, con pelos y señales, incluso aun cuando sus conocimientos médicos sean claramente insuficientes y aun cuando el mismo conocimiento aportado pudiera llegar a perjudicarlo.

     Como es bien sabido, en los dos últimos decenios este modelo anglosajón ha ido entrando también con fuerza en nuestro país, si bien entre nosotros no todos los médicos están aún plenamente convencidos de su bondad. Véanse, a modo de ejemplo, las críticas que en tono de humor ha lanzado Mónica Lalanda al requisito del consentimiento informado, máximo estandarte del modelo anglosajón de corresponsabilización del paciente: en esta viñeta y, sobre todo, en esta desternillante escena en la que imagina una visita a un taller mecánico llevado con un modelo deliberativo como el que acostumbramos a encontrar ya en nuestros quirófanos.

     Y los pacientes, por cierto, ¿qué piensan los pacientes de todo esto que estamos hablando? Sería interesante, ¿verdad?, conocer la opinión fundamentada de un enfermo que, sin conocimientos especializados de medicina pero buen nivel cultural y dotes para expresarse con corrección, pudiera opinar sobre este particular con conocimiento de causa. Es decir, alguien que, padeciendo una enfermedad grave o potencialmente mortal, esté en condiciones de comparar ambos modelos de medicina —paternalista y deliberativo— por haberlos experimentado en su propia persona.

     Pues bien, un caso así no es que pueda llegar a darse; es que se ha dado ya.

     En enero de 1993, a Mariam Suárez, que entonces tenía solo 29 años y estaba embarazada de su segundo hijo, los médicos le diagnosticaron un cáncer de mama. En su obra autobiográfica Diagnóstico cáncer: mi lucha por la vida (2000) relata el enfoque tan distinto con el que sus médicos españoles y estadounidenses afrontaron este dilema ético de la verdad o la mentira en su caso. Emplazo a los lectores de Diario Médico a la semana que viene, en esta misma bitácora, para leer juntos sus palabras.

Fernando A. Navarro

Ante el enfermo oncológico, ¿mejor la verdad o la mentira? (II)

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     Decíamos la semana pasada que, en enero de 1993, a Mariam Suárez, que entonces tenía solo 29 años y estaba embarazada de su segundo hijo, los médicos le diagnosticaron un cáncer de mama. En su obra autobiográfica Diagnóstico cáncer: mi lucha por la vida (2000) relata el distinto enfoque con el que sus médicos españoles y estadounidenses afrontaron este dilema ético de la verdad o la mentira en su caso.

     En España, tras la biopsia inicial y las pruebas de imagen (sin radiaciones, por el embarazo), los médicos diagnostican un cáncer de tipo inflamatorio, muy maligno, en estadio T4 y con metástasis en el hígado, los pulmones, la columna vertebral y el cerebro, con una esperanza de vida de tres meses. Pero, de común acuerdo con su familia, acuerdan decir a la enferma: «tú lo único que tienes es un cáncer de pecho que ha sido cogido a tiempo». Cuando el médico, incluso, le propone abiertamente descartar la mastectomía que habían programado inicialmente y tratar el cáncer solamente con quimioterapia, la enferma le pregunta de forma abierta y mirándolo fijamente: «¿qué posibilidades tengo?». A lo que el oncólogo miente sin dejar de sostener la mirada de su paciente: «muchas».

     Contra todo pronóstico, el cáncer respondió espectacularmente a la quimioterapia, Mariam Suárez consiguió sacar adelante su embarazo y dio a luz por cesárea a un niño prematuro perfectamente sano. De forma retrospectiva, valoraba así las mentiras iniciales de médicos y familiares:

Aquella mentira piadosa me ayudó enormemente a empezar a luchar con la confianza suficiente. Desde ese momento supe que me iba a curar. […] Aunque parezca imposible yo estaba animada y no paraba de repetirme a mí misma, y a todo el que quisiera escucharme, la suerte que tenía: “es cáncer de mama y lo hemos cogido a tiempo; mi pronóstico es magnífico”. No era verdad, pero conseguí convencerme de que si luchaba sería muy posible vencer. Este convencimiento me ayudó, sin duda, a enfrentarme al tratamiento con mayor serenidad.

Un médico tiene que estar a nuestro lado, inspirarnos confianza, ayudarnos, explicarnos; incluso, si es necesario, tiene que ser capaz de mentirnos. Y este es un punto esencial. A mí me mintieron y considero que me hicieron un gran favor, porque gracias a esa mentira tuve ganas de luchar. Con sus engaños, mis familiares y mis médicos me dieron la esperanza de que podía salir bien. […] Si me hubieran dicho la verdad desde el principio —como yo pedía—, no habría luchado con la misma alegría, ni con el mismo tesón. Si a mí me hubieran llegado a decir que me quedaban dieciocho días de vida, o tres meses, me habrían quitado toda la esperanza.

     Tras la extraordinaria respuesta a la quimioterapia, los médicos proponen realizar un autotrasplante de médula ósea, que se programa finalmente para mayo de 1993, en Carolina del Norte (EE.UU.). Y allí el flujo de información entre médicos y paciente será completamente distinto, siempre guiado por la verdad más absoluta. La semana que viene veremos cómo lo vivió y lo narró Mariam Suárez.

Fernando A. Navarro

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