Este galimatías que nos traemos con el término ‘eutanasia’, ¿es algo inevitable, inherente al lenguaje, o más bien algo buscado de forma premeditada? No es fácil decirlo, y varía, además, de un caso a otro; pero si yo tuviera mucho interés en legalizar la eutanasia, tengo bien claro que me esforzaría por fomentar en lo posible toda esta confusión terminológica. Para favorecer la aceptación social de la eutanasia, me interesaría borrar las diferencias entre eutanasia por acción y por omisión, como si la diferencia entre ambas careciera de relevancia ética. Y me interesaría también, muy especialmente, meter en un mismo saco todas las formas de acelerar la muerte, desde la interrupción del tratamiento activo en pacientes desahuciados o el uso de una analgesia terminal eficaz, hasta el homicidio compasivo o utilitarista.
De ese modo, sería más sencillo conseguir primero la despenalización de la eutanasia para casos extremos, de esos que le encogen a uno el corazón; y más tarde ir ampliando de forma progresiva, sin apenas oposición, el campo de aplicación de la eutanasia. Es un efecto dominó bien conocido en bioética; por ejemplo, en el caso bien reciente del aborto. Hasta el 5 de julio de 1985, el aborto provocado era en España un delito punible; en esa fecha, la ley orgánica 9/1985 de reforma del artículo 417 bis del Código Penal siguió considerando delito el aborto provocado, pero lo despenalizó en tres circunstancias excepcionales: riesgo grave para la salud materna, violación y malformaciones fetales. Un cuarto de siglo después, el aborto provocado es hoy legalmente un derecho de salud reproductiva exigible a las administraciones públicas.
Así las cosas, no parece disparatado imaginar una sociedad que, tras despenalizar el suicidio asistido, pase luego a legalizar la eutanasia franca, activa y directa; de la eutanasia para enfermos terminales, pase a la eutanasia para enfermos crónicos; de la eutanasia por enfermedades físicas, pase a la eutanasia por trastornos psíquicos; de la eutanasia voluntaria, pase a la involuntaria; del sufrimiento intolerable entendido como dolor físico insoportable, pase a un simple «estar cansado de vivir»; de la eutanasia para adultos en plena posesión de su capacidad de razonar, pase a la eutanasia de personas demenciadas…, de menores de edad incluso. ¿Exagero? Es posible, pero ¿sabían, por ejemplo, que en Holanda hoy es legal que los menores pidan la eutanasia desde los 12 años (sin necesidad siquiera de consentimiento parental a partir de los 16 años)?
Los más recelosos imaginan ya incluso una pesadilla distópica en la que el Estado considere legítimo optimizar los recursos sanitarios para dar prioridad a los pacientes que todavía puedan aportar valor añadido a la sociedad. Los recursos destinados a mantener con vida al resto serían un gasto injustificado, y el sistema sanitario estaría legitimado para eutanasiar o «suicidar» a quienes los médicos consideren inservibles. Al fin y al cabo, es evidente que la eutanasia es, con mucho, el «tratamiento» menos costoso para un paciente en situación crónica o terminal; mucho más barato, desde luego, que la medicina paliativa.
Fernando A. Navarro
Continúa en: «El galimatías terminológico de la eutanasia (y IV)»