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El galimatías terminológico de la eutanasia (y IV)

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Uno de los aspectos que más me llaman la atención del debate dialéctico y terminológico en torno a la legalización de la eutanasia es el hecho de que los dos bandos enfrentados invocan a menudo un mismo argumento: el de la dignidad humana.

Entre los eufemismos favoritos de quienes se declaran partidarios de la eutanasia se cuentan expresiones como «derecho a morir dignamente», «dignificar la muerte», «dignidad en la muerte» «morir con dignidad» y, sobre todo, «muerte digna». Personalmente, no lo puedo evitar, la locución muerte digna me recuerda de forma instintiva la expresión lebensunwerte Leben (algo así como «vidas indignas de ser vividas») de la que se sirvieron los ideólogos nazis para justificar la eutanasia hospitalaria de más de 200.000 enfermos con fines eugenésicos. [Abro un inciso para explicar que el alemán es hoy una de las pocas grandes lenguas de cultura que no echa mano del griego para nombrar la eutanasia. El término Euthanasie sigue tan vinculado a la eutanasia nazi en el imaginario colectivo, que ningún médico se atreve a usarlo aplicado a personas —con animales sí, en veterinaria—, y a la moderna eutanasia la llaman eufemísticamente Sterbehilfe (literalmente, algo así como «ayudar a morir»).]

No me extraña, pues, que quienes se oponen a la eutanasia activa rechacen ese uso engañoso del término ‘dignidad’. Con ellos, yo también niego rotundamente que la única «muerte digna» sea la que llega sin dolor y acelerada por fármacos letales. ¿Es acaso menos «digna» la vida y la muerte de un ser humano que decide afrontar la enfermedad y el dolor hasta apurar su existencia sin recurrir al suicidio? Creerlo así supondría admitir que el dolor o el sufrimiento nos hacen indignos; cuando lo cierto es que ambos, como también las dolencias, los achaques, las penas, la decrepitud, el desconsuelo, los malestares, las fatigas, el llanto, etc., forman parte esencial de la vida. Una vida auténticamente humana no es, como a veces quieren hacernos creer, un estado de felicidad absoluta permanente y completo bienestar físico, mental y social.

La Iglesia católica, con las demás iglesias cristianas, considera que la dignidad es inherente a todo ser humano en su calidad de hijo de Dios. Pero no hace falta ser cristiano para entenderlo así, pues los valores del cristianismo han permeado todas las sociedades occidentales. En mayo de 1999, por ejemplo, el Consejo de Europa aprobó la siguiente recomendación: «La dignidad es inherente a la existencia de todo ser humano. Si su posesión se debiera a peculiaridades, habilidades o cualquier otra condición, la dignidad no sería ni igual ni universalmente propia de todos los seres humanos. Por consiguiente, el ser humano está investido de dignidad a lo largo de su vida. El dolor, el sufrimiento o la debilidad no pueden privarlo de ella».

Parecida es la opinión que expresa José Manuel Ribera Casado: «La dignidad es de todos. Es universal porque no se considera consecuencia de un buen comportamiento, sino como principio de él. Todos somos dignos con independencia de la edad, raza, salud o cualquier otro elemento diferenciador. La dignidad del individuo se mantiene durante toda la vida. Ni las limitaciones que acompañan al proceso de envejecer ni las diversas formas de agresión a que puede verse sometido el colectivo de más edad constituyen argumentos suficientes para una pérdida de dignidad».

Ello no obsta, por supuesto, para que el médico deba procurar que todo paciente muera, en palabras del paliativista Jacinto Bátiz, «sintiéndose persona, humanamente, rodeado del apoyo y del cariño de sus seres queridos, sin dolor ni sufrimiento, sin manipulaciones médicas innecesarias, con la asistencia sanitaria precisa y apoyo espiritual si lo desea».

Fernando A. Navarro


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