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Channel: El poder del lenguaje – Laboratorio del Lenguaje
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Provida

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Uno de los dilemas bioéticos capitales de nuestro tiempo es el que gira en torno al aborto provocado: ante un embarazo problemático o no deseado —por el motivo que fuere—, ¿debe permitirse o prohibirse a la embarazada optar entre seguir adelante con la gestación o ponerle fin desechando el fruto de la concepción? El dilema admite mil y una posturas intermedias con infinidad de matizaciones, lo sé, pero ante la opinión pública aparecen se dibujan con nitidez dos grandes grupos enfrentados en enconadísimo debate.

Ya me he ocupado en otra ocasión de ciertos aspectos lingüísticos en esta batalla dialéctica en torno al aborto, pero ahora me interesan de modo especial los nombres elegidos por cada uno de estos grupos. Como suele suceder en casos así, cada facción ha buscado una etiqueta que, más que definir claramente su punto de vista, les permita alinearse con un bien absoluto, con un valor universalmente percibido como irrenunciable; de tal modo que quien oiga por primera vez esa etiqueta, sin tener que profundizar más, se sienta automáticamente identificado con ella.

Es evidente en el caso de los autodenominados grupos pro-life (provida), que defienden, por encima de cualquier otra circunstancia, el derecho humano a la vida desde el momento mismo de la fecundación y hasta la muerte cerebral. Al izar la bandera de la vida, en cualquier caso, lo que buscan es negar validez a cualquier postura discrepante, pues sugieren de modo subliminar que sus oponentes son «antivida» o, más grave aún, «promuerte». Lo cual no es el caso, evidentemente: el hecho de que alguien considere conveniente despenalizar la interrupción del embarazo como mal menor o último recurso en ciertas circunstancias concretas, o considere que la vida humana no comienza en el mismo momento de la concepción, no lo convierte en defensor de la muerte, claro está que no.

Algo parecido sucede con el bando opuesto, el de los autodenominados grupos pro-choice (proelección o defensores del derecho a decidir), que defienden la plena soberanía de las mujeres sobre su cuerpo, su fertilidad y su vida. Al izar la bandera de la libertad de elección y el libre albedrío, buscan desligitimar igualmente cualquier opinión contraria, pues sugieren de modo subliminar que sus oponentes son «antielección» o, más grave aún, «procoacción» (coacción: fuerza o violencia que se ejerce sobre alguien para obligarlo a hacer algo). Lo cual, evidentemente, tampoco es cierto: se puede ser partidario acérrimo del derecho a decidir en cualquier circunstancia de la vida, sin por ello aceptar que las propias decisiones deban primar sobre el derecho a la vida de un tercero. De hecho, el pro-choice para la embarazada implica aceptar un no choice para el fruto de la concepción, claramente el eslabón más débil e indefenso en todo caso de aborto.

Como puede verse, la principal discrepancia entre ambas posturas radica en qué se considera una vida humana plena y cuál es su punto exacto de inicio. Y yo me pregunto si no sería mejor y más claro, en casos así, llamar sencillamente al pan, pan, y al vino, vino: si eres partidario de la libre práctica del aborto inducido (ya sea en cualquier circunstancia o solo en determinados casos) y consideras el aborto un derecho, eres abortista; si te opones al aborto y lo consideras injustificable, eres antiabortista, y ya está.

Fernando A. Navarro


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