Quienes trabajan en mercadotecnia saben bien del poder que tienen las palabras en publicidad. El modo en que se describe un producto puede ser más importante que las propias características del producto en sí. Los ejemplos abundan, pero mencionaré solo tres estudios recientes: 1) en 2013, un grupo de investigadores de la Universidad de Cornell (EE.UU.) sirvió a dos grupos de personas un plato de espaguetis exactamente del mismo tamaño, pero en un caso con el rótulo «ración normal» y en el otro «ración doble»; la cantidad de comida que dejaron en el plato fue diez veces mayor en el segundo grupo; 2) en 2015, también en la Universidad de Cornell y con el fin de dilucidar si el nombre que damos a las verduras permite aumentar su consumo en los comedores escolares, presentaron a los niños un mismo plato de zanahorias con dos nombres distintos: «plato del día» y «zanahorias de visión de rayos X»; el consumo de zanahorias fue del 32,0% en el primer caso, frente a un 65,9% en el segundo (p = 0,02); y 3) el pasado mes de septiembre, un grupo de la Universidad de Adelaida (Australia) demostró que el diseño y la información contenida en la etiqueta de una botella de vino influyen en las emociones que suscita el vino en quienes lo prueban, en cuánto les gusta y cuánto estarían dispuestos a pagar por él.
Con estudios así se entiende bien la importancia que para el éxito o el fracaso de un producto reviste su marca, su nombre. Lo que no se entiende es cómo hay todavía tantas empresas y fabricantes que parecen elegir los nombres al buen tuntún, o a tontas y a locas. Pienso, por ejemplo, en una consultoría madrileña llamada Cognodata; es de suponer que buscando un eco del latín cognitio (conocimiento) o cognoscĕre (conocer), pero me temo que más bien suscitando en muchos de sus posibles clientes resonancias malsonantes de la vulva femenina. O también, entrando ya en nuestro terreno, me explico el fracaso del medicamento Prefin, de los extintos Laboratorios Miquel; ¿cabe imaginar un nombre comercial más desafortunado para la buprenorfina, analgésico opioide que se receta a los enfermos con cáncer terminal?
La mayor parte de las empresas, hoy, dedican mucho tiempo, dinero y esfuerzo a la elección de la marca para sus productos. Pero olvidan a menudo que el nombre elegido debe sonar bien no solo en su lengua original, sino también en todos los idiomas de relevancia para sus mercados.
No es raro que una palabra poderosa, eficaz y favorable en una lengua resulte ridícula, soez o chistosa en otra. Es lo que ocurre, por ejemplo, con un medicamento homeopático fabricado por el laboratorio alemán Adelmar Pharma, de nombre Pollon, que en español mueve a la risa. Y han tenido al menos la suerte de que Pollon esté indicado contra la impotencia, las disfunciones sexuales y la eyaculación precoz; cabe la posibilidad de que tal coincidencia casual les haya granjeado en España, además de carcajadas sin número, también algunos clientes. ¿Pero qué me dicen de una loción para aliviar el prurito en las dermatitis que se comercializa en los Estados Unidos como Sarna? El problema no es solo que muchos consumidores de habla hispana (la minoría más numerosa en el mercado estadounidense) dejarán de comprar ese producto; el problema es, además, que captarán un nítido mensaje subliminar: al fabricante de Sarna (Laboratorios Stiefel, del Grupo GSK) le importamos un pimiento la lengua española y quienes la hablamos; o eso al menos es lo que dejan entrever.
Fernando A. Navarro
Continúa en: «Marcas que se estrellan (y II)»